Escrito en la ventanilla

V:-“¿No es curioso cómo la vida deviene en melodrama? Lo es todo, la perfecta entrada, la gran ilusión, lo es todo, y voy a armar un buen espectáculo. Verás, han olvidado el drama, abandonaron sus textos, cuando el mundo se marchitó bajo las candilejas nucleares. Voy a recordárselo. El melodrama. Los folletines y los seriales. Verás, el mundo entero es un escenario y todo lo demás... es vodevil”

17 mayo 2006

Eso no se vale!


Cuando entré por primera vez a una clase de literatura inglesa, no tenía demasiadas expectativas. Supongo que se debía a una cierta decepción experimentada unos días antes por algunos motivos de poca relevancia, al menos para todos aquellos que no sean yo misma. Como decía, entré a la clase y me senté en el fondo, lugar estigmatizado si los hay, aunque estemos hablando de la Universidad. En ese lugar uno está, pero permanece protegido bajo la sutil gracia que nos da el sentirnos un tanto invisibles. Además, si vamos al caso, no soporto sentir respiraciones en la nuca. Entonces voy y sostengo la pared que queda a mis espaladas, escucho y observo.

Las clases de literatura tienen características especiales que parecen ser inherentes a ellas mismas. Hay que hacer una salvedad, cuando digo “clases de literatura” me refiero a todas sus variantes (francesa, inglesa, nórdica... en fin) no al tipo de materias denominadas teoría literaria 1, 2, 3... en fin. En esas no me viene la desilusión, y tengo claro que me gusta más el análisis del discurso que el discurso en sí. Las clases de literatura por momentos se tornan una terapia grupal. Es imposible desterrar el “a mí me parece...” o el temible “yo creo que”. Vamos, joder! Que un salón de clases no es un templo de oraciones. Algunas personas entran a deshilachar oralmente un monólogo que nunca debió haber dejado de ser interior. Entonces por momentos el profesor se transforma en un sacerdote, que preside una misa en donde ya hay demasiados fieles.

Vuelvo al principio. Vuelvo a literatura inglesa de donde nunca debí haberme ido. James Joyce va a ser el objeto de nuestro estudio de aquí a que termine el semestre. La clase pasada dimos el cuento “Un encuentro” localizable en su libro Dublineses. En ese momento no tenía el libro, así que tuve que conformarme con escuchar mientras un compañero lo leía. Estuvo buena esa clase. O el cuento me gustó demasiado y me hizo pensar en varias cosas, por ejemplo, en la posibilidad de escribir este post. Joyce fue una especie de pionero, siguiendo la línea de Ibsen, a la hora de incluir motivos condenados por la sociedad Victoriana de la época. El alcoholismo y la sumisión de la mujer, por ejemplo, son algunos de los temas que tenían como fin poner en evidencia los aspectos más criticables de esa sociedad. En “Un encuentro” el tema es el acoso sexual. El protagonista, un niño en edad escolar al que el juego cotidiano se le ha vuelto rutina, desea vivir una “aventura real”. Un día se escapa del colegio junto a un amigo y conocen a un personaje siniestro, que será el punto de inflexión en la articulación total del cuento.

Si bien el niño protagonista tiene la misma edad que los amigos que aparecen en la historia, el personaje se nos presenta con una especie de madurez que lo distingue del resto de sus pares. La historia está contada desde su punto de vista y, desde esa perspectiva, no hay un análisis profundo y acabado de los hechos y situaciones. La niñez y la pérdida de la inocencia, son temas reiterados en la literatura universal. Desde el pequeño Chinaski, el Cecé de Mi planta de naranja lima o Silvio Astier, el Juguete Rabioso de Roberto Arlt. El asunto no es tanto la fábula, sino qué artificios emplea Joyce para plantear en un mismo cuento, aspectos que van más allá del tema explícito.

El juego y el deseo son fundamentales para entender los mecanismos que nos plantea “Un encuentro”. Mientras que aquel personaje siniestro se les instala y experimenta delante de ellos una suerte de masturbación verbal, los dos amigos viven la situación de manera diferente. Mahony, el amigo que duerme “el eterno sueño del inocente”, toma la situación como el niño que es, y en verdad no le importa demasiado lo que aquel horrendo ser está diciendo. El protagonista sin embargo, atraviesa un proceso más profundo y entonces siente miedo, porque hay algo que experimenta por primera vez: la decepción. Decepción consecuencia de la espera. La aventura se ha convertido de pronto en algo demasiado real.

El juego (ese “hacer de mentira”) propone un espacio lúdico-creador, instaurador del simulacro en una realidad paralela. No se desea lo que se tiene, y se añora lo que se ha perdido. El viejo desata su verborragia impúdica evocando sus años de juventud. El niño se ha cansado del juego y, un par de escalones arriba de su niñez, desea dar el salto al mundo adulto. Pero sucede que ese mundo tiene sus propias reglas y se cotiza en una bolsa carente de códigos. Eso no pasa en el universo del juego. Cuando uno es niño, no empieza a jugar hasta que no se tienen claros los roles y las disposiciones del juego en cuestión. Siempre existe un “eso no se vale” mediante el cual se hace efectivo el descontento. No nos decepcionamos en el juego, porque asumimos su instancia ficcional. El protagonista no sólo se encuentra con un viejo sátiro, se encuentra con un tablero en el que cualquiera tira los dados a su antojo. A veces lo llamamos impunidad. El cuento termina con la palabra “desprecio”.

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