Escrito en la ventanilla

V:-“¿No es curioso cómo la vida deviene en melodrama? Lo es todo, la perfecta entrada, la gran ilusión, lo es todo, y voy a armar un buen espectáculo. Verás, han olvidado el drama, abandonaron sus textos, cuando el mundo se marchitó bajo las candilejas nucleares. Voy a recordárselo. El melodrama. Los folletines y los seriales. Verás, el mundo entero es un escenario y todo lo demás... es vodevil”

21 agosto 2006

I am the little sister

Tenía casi nueve años cuando escribí lo que sería mi primer artificio. Con ocasión del día del libro la maestra había pedido al alumnado que tratara de crear un cuento para ser leído en clase. Mi cuento salió favorecido y luego me obligarían a leerlo en el salón multiuso de la escuela, en un acto en el que tendríamos un escritor uruguayo invitado. La pena es que yo no me acuerdo si leí mi cuento al lado de Levrero o de Tomás de Mattos. Me acuerdo que el escritor vino y me felicitó. Era viejo. A los nueve todos son viejos.

La escuela es uno de esos lugares en donde el sentido de pertenencia se vuelve ley en el oeste lejano del patio. Una ley tramposamente incuestionable dada la corta edad de todos los seres que quedan sometidos a ella. El espacio comprendido entre la primera fila del salón y el primer ladrillo de la pared del pizarrón, es un espacio al que nadie quiere acceder. Es ese el fragmento de terreno que te hace saber por primera vez que existe el miedo y la presión. Pasar al frente es el primer síntoma de un mundo repleto de pizarrones en donde siempre hay que apoyar la tiza y justificarse por algo. El pizarrón es uno de los objetos más siniestros que conozco y supongo que su color negro no es arbitrario. Da lo mismo la imagen metafórica de cualquier abismo.

En ese pizarrón pues, siempre tenían más cabida los números que las letras y reconozco que nunca simpaticé con los primeros. Estuve confinada a las letras desde el día en que dos más dos me dio cinco. Sin embargo, mi afición a la combinación abecedaria no fue un mero descarte autocompasivo, sino una toma de partido por aquellas que día a día libraban una lucha frente a los números, y que perdían sistemáticamente frente a signos de más y de dividir. De multiplicación no tanto. Este signo era le comodín del abc camuflado. Dividir no sé, pero todos sabíamos multiplicar. Era la x (letra o por) que nos ayudaba como podía desde la trinchera opuesta.

Sin embargo pronto me vi enfrentada a un grave obstáculo: las letras (esos entes que obtenían de mí tanto apoyo) comenzaron a hacerme la vida escolar un tanto más complicada. Desde primero a quinto fui malísima en ortografía. Sucedía que la ortografía era la matemática del lenguaje, la parte sistemática, el lado oscuro de eso que me gustaba.

Hermana mayor pronto descubrió mi paradójica relación con le lenguaje y siendo muy astuta en su cometido comenzó a desvelarme por las noches leyéndome en voz alta. De Quiroga no me leyó “Las medias de los flamencos” sino “El almohadón de plumas”, cuento que se transformaría en mi preferido hasta muy entrada la adolescencia. A los diez y a los once yo hablaba de Edgar Poe con la misma propiedad con la que hablaba de los Snorkels.
A esos momentos con Hermana mayor le debo varias cosas: las ganas que me dieron de empezar a leer por mi cuenta; la solución a mi problema de ortografía; y el gusto por la noche, cosa que aún hoy permanece vigente. Cómo olvidar la noche en que Hermana mayor me leyó “Continuidad de los parques” de Cortázar. Todavía conservo la fotocopia amarillenta y terminada a máquina de escribir. Ese cuento me gustó tanto que hasta el día de hoy me lo sé de memoria con puntos y comas. Está bien, no es algo demasiado trascendente pero hay que reconocer que un poema con métrica despierta menos desafíos a las habilidades mnemotécnicas.

Cuando cumplí quince años fue Hermana mayor la que me hizo uno de los regalos más significativos de todos mis tiempos: “Las mil y una noches”. Ella, que había sido la Sherezade de mi niñez depositaba en mi mente y en mi biblioteca una obra que me sería imprescindible (aunque esto último suene a aviso de las colecciones Larousse).

Desde aquella primera creación a los nueve años no paré de escribir y sin dudas cuando hoy leo mis escritos de años atrás me parecen mucho más sinceros y complejos que los actuales aun cuando las faltas de ortografía me revientan los ojos. De chica quería ser escritora, pero con el tiempo me fui dando cuenta de que todo el mundo quería ser escritor, y abandoné mi ambición al percibir demasiado olor a profesión.

Por otra parte, todo era un tanto más utópico cuando de niña creía en la inspiración. Más tarde adquiría una nueva palabra y un nuevo concepto: técnica. “¿Para qué sirve un escritor sino para destruir la literatura?” Una frase que alguien dijo y que por algún motivo me viene a la mente.

Con el paso del tiempo no abandoné la faceta de escritura pero ya no tuve aspiraciones de publicaciones de libros ni tentativas imaginarias de posibles nombres. Algo se había corrompido. Fue así como quise luego ser periodista ganándome un titulillo que me habilita para ser una usurera de las palabras, una mercader del sentido. Da lo mismo un periodista que un vendedor de Tupperware. La caja de Pandora gira adentro del microondas... 3...2...1... Fin del mundo del fin.

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10 agosto 2006

NUESTROS NOMBRES

Tengo una compañera de clase que se apellida Bukowski. No sé si es más importante que llamarse Ernesto, pero... en fin. Estaría bueno que a esta compañera no le guste Bukowski (el autor) y por lo tanto reniegue de su apellido. Yo que sé. El apellido de uno es un suceso extraño, ni siquiera es algo que se le ocurrió a tu madre cuando te tuvo en brazos y dijo: “¿no tiene cara de Pedrito?”; es algo peor, algo que se arrastra forzadamente a lo largo de la historia sin que uno pueda deshacerse de él, te guste o no. Y cuando los apellidos tiene connotaciones... o da la casualidad que te apellidás igual que un torturador y tenés que vivir con la sospecha de todos aquellos que escuchen tu nombre. Esa gente seguro no la tiene fácil en el registro de la cédula. Pero cuando te apellidás como un escritor algo pasa. O vivís renegando internamente porque realmente no te gusta, cada vez que alguien te dice “che, te llamás como el escritor” o no tuviste otra que leerte todas las obras del tipo, y auto convencerte de que te gusta para llevar tu apellido con el orgullo que eso implica. Sea como sea, no hay nada como los apellidos que aparecen en las leyendas de la fotos de la revista Galería. Cuando uno ve eso saca las conclusiones de que a cuanto más apellidos más abultada la cuenta bancaria, más caras de chetas feas y más alto el nivel de caretaje. Ni hablar del chetaje apellidado Pérez o Rodríguez... ahí el segundo apellido tiene que salir sí o sí. Supongo que en este caso la desgracia más grande de un hijo de Pérez debe ser que su madre también se apellide Pérez. “Familia Pérez Pérez” una excelente leyenda para las fotos de Galería. Es así. El apellido puede llegar a ser motivo de orgullo para uno y karma para muchos otros. En el liceo tenía una compañera de esas que, además de ser lindas, saben que lo son. Una vez íbamos saliendo del liceo al encuentro de su cita a ciegas. Me agarró del brazo y me dijo al oído: “Por favor, no le digas mi apellido”. Yo guardé el secreto, aún sabiendo que se apellidaba Sardina.


*****


De regalo con esta edición un poema de Bukowski:
(Algo que nunca te van a enseñar en la Licenciatura en Letras)


Que risa

Sería bueno salir
de acá,
irse,
reventar, huir
de los recuerdos de todo
esto,
pero quedarse tiene su
sabor también:
todas esas nenas que
creían estar
muy fuertes
y ahora viven en sucios
departamentos
mientras esperan
el próximo capítulo
de la telenovela,
y todos esos tipos
esos que de veras
creían
que iban a conseguirlo,
sonriendo en el
álbum del colegio con sus
caritas lozanas,
ahora son
policías,
empleados,
encargados del puesto
de choripanes,
peones del hipódromo,
huellas en el
polvo.

Es bueno quedarse
por acá
y ver qué
les pasó a
los demás-sólo que
cuando vayas
al baño,
evitá el espejo
y
no mires
lo que el agua
se lleva
cuando tirás
la cadena.

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