Escrito en la ventanilla

V:-“¿No es curioso cómo la vida deviene en melodrama? Lo es todo, la perfecta entrada, la gran ilusión, lo es todo, y voy a armar un buen espectáculo. Verás, han olvidado el drama, abandonaron sus textos, cuando el mundo se marchitó bajo las candilejas nucleares. Voy a recordárselo. El melodrama. Los folletines y los seriales. Verás, el mundo entero es un escenario y todo lo demás... es vodevil”

23 mayo 2007

Ardimos (intermezzo de no ficción)

Hace algún tiempo se murió una persona que sabía mucho. Lo denominaban “biblioteca ambulante” y si bien el hombre seguramente no podía explicar la teoría de la relatividad de forma convincente (aunque esto nunca lo comprobé) hay que decir que sabía del tema que lo ocupaba como nadie. Le decían historiador aunque hasta donde yo sé nunca había pasado por la facultad de humanidades para obtener un título que se sabe milagroso. Historiador en el sentido de haber sido la única persona que tenía la capacidad de recrear absolutamente todo lo que refería a un asunto que estuviera bajo su dominio, con fechas, fundamentos casi vivenciales (el tipo estaba cerca de los cien) y documentos que seguramente, no tuvieron en su época el valor que este hombre sabría darle posteriormente, justo ahí, cuando la memoria ajena empieza a reclamar lo que un día desechó.
Este hombre tenía 83 años y su salud (dejaban constancia análisis hechos pocos días antes de su muerte, aunque no nos fiemos demasiado de la medicina occidental) era mejor que la que seguramente poseo en una vida de excesos silenciosos. El hombre murió por una caída. Un accidente doméstico, si preferimos el lugar común de la crónica informativa. Y uno, que espera tener una muerte por lo menos carismática, no puede concebir un traspié fatal. Días antes, se había muerto Eduardo Darnauchans y ese mismo día (como si un fantasma sin boca quisiera decirnos algo) también moría en Francia el filósofo Jean Baudrillard. Cuando me enteré de su muerte lo lamenté diciéndome a mí misma: “una pena, una cabeza menos pensado sobre el mundo” . Duelen esas muertes, aunque sean lejanas y no familiares. Duele enterrar cerebros que reflexionaron al mundo de forma sensata. Una vez, escuchando el desaparecido programa de radio “Planetario” alguien hablaba del incendio de la biblioteca de Alejandría. En ese momento, mientras fumaba un cigarro viendo pasar la noche boca arriba, pensé en misiles y en cómo estos lo primero que destruyen cuando una cultura quiere imponerse sobre otra son las bibliotecas, o en casos más arcaicos, centros acumulativos de algún tipo de saber. Pensé entonces en Bagdad. Pensé que “Las mil y una noches” libros que como saben aprecio, ardió entre millones de hojas, personajes, teorías y palabras. En ese incendio también se murió algo, pero supongo que la destrucción de una biblioteca milenaria no es una noticia gorda para el informativo central como lo es que Winona Ryder haya querido ser cleptómana por un día. En fin, hoy me voy pensando en fuego y en cerebros six feet under.

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09 mayo 2007

Filoso y áspero

La luz del pasillo tintinea como solo saben hacerlo algunas luces de pasillos sucios y solitarios. Justo al final estoy yo. El lugar es pequeño, es uno de esos sitios en donde uno tiene la permanente sensación de que las paredes dan pasos silenciosos y burlones con el solo fin de encontrarse unas con otras. Cuando siento eso empiezo a verme como un intruso en un lugar que nunca me tendrá como aliado. Es la permanencia metálica de la máquina de escribir que tengo frente a mí la que me recuerda que existe el sonido. Acá pocas cosas hacen ruido. La máquina y mi respiración. Por lo demás, es como si el mundo fuera una acuarela que se va desdibujando con gotas de una vaso que transpira y que no es de nadie.

Trac trac trac trac trac. La máquina y yo, un pasillo que me ve y mis latidos. Aseguro la puerta a mis espaldas. Escucho algo, otra cosa. Un sonido filoso y áspero. Las paredes parecen estar en el mismo lugar y sé que se ríen en secreto de mí. En el piso, asomado por debajo de la puerta veo el vértice de un papel. Es un sobre, un sobre con mi nombre. Detrás de la puerta no hay nada y la tenue luz sigue tan inconstante como hace un rato. Vuelvo a sentarme con el sobre en la mano. Corro la máquina y la dejo en un espacio que siempre está vacío. Es solo un sobre, pero tiene mi nombre y es de madrugada.

Una vez te vi hablando con alguien. Fue la única vez que te vi mover los labios. Bajé las escaleras y crucé la calle. Esperé que entraras. Alguien me insultó desde un auto porque crucé sin mirar. Disculpe, ¿sabe usted cómo se llama la persona con la que acaba de hablar?. No pregunté más nada. Solo quise quedarme con tu nombre. Onetti, fotos. Leí un cuento hace algún tiempo. Todos los días te veo. Sé que tirás el cigarro por la mitad y que lo pisás con el talón en un gesto delicado. Sé que tenés cara de tristeza, pero no sé si sos un hombre triste. También sé tu nombre. Quisiera hablarte pero algo me lo impide. Esto es una manifestación de existencia.

Dejé la carta al lado del sobre. La última frase estaba escrita con lapicera de otro color y trazo apurado. La luz del pasillo me dio miedo, hace mucho que no lo sentía.
Me pregunto cómo no escuché pasos. La leí otra vez. Esto es una manifestación de existencia. Sí que lo es. Ahora sé que alguien existe y mi soledad dejó de ser un sitio confortable.
Seguí la misma rutina en los días siguientes. Antes de entrar empecé a tirar el cigarro siendo consciente de mi gesto, antes imperceptible. Detrás de un vidrio clandestino, alguien aguardaba mi entrada agazapado, y la cuidad es grande y yo estoy solo.

Trac trac trac trac trac. Abrí la puerta. En el pasillo ya no hay luz pero sé que hay alguien. Dijo mi nombre. Ya no pude seguir escribiendo.

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