Escrito en la ventanilla

V:-“¿No es curioso cómo la vida deviene en melodrama? Lo es todo, la perfecta entrada, la gran ilusión, lo es todo, y voy a armar un buen espectáculo. Verás, han olvidado el drama, abandonaron sus textos, cuando el mundo se marchitó bajo las candilejas nucleares. Voy a recordárselo. El melodrama. Los folletines y los seriales. Verás, el mundo entero es un escenario y todo lo demás... es vodevil”

16 julio 2007

Fantasma antes de irte (Intermezzo de no ficción II)

La noche que se llevaron a la abuela supe que la casa quedaría vacía al menos por un buen tiempo. Ese vacío que parece soplar por las hendiduras de las ventanas, que susurra en los oídos de los habitantes que alguien ya no está, pero que parece respirar en nuestra nuca como un ser invisible. La casa de la abuela queda exactamente debajo de mi casa. Ambas comparten el fondo y a través de él se puede tener acceso a cualquiera de las dos. La abuela no volvió esa noche, ni la siguiente. Murió unos días después respirando el éter de un hospital. Y allá abajo quedaron los objetos, testigos mudos que parecían gritar y llorar a su dueña. Nadie quería bajar a la casa. El lugar se fue convirtiendo de apoco en un museo que exponía con tristeza eso que ya no era de nadie. Unos días después mi madre, la única hija que la abuela había tenido, tuvo que hacerse cargo de la situación. La acompañé, atando entre cordeles el miedo que me provocaba atravesar la puerta de la casa de abajo. Entramos por el fondo. Bajamos la escalera en la que tantas veces la abuela había caído. Todo hablaba de la abuela, pero no era tiempo de llanto sino de acción. Cuando alguien se muere, y por algún motivo siempre pienso en esto, existen personas encargadas de sacar a la luz secretos que por algún motivo habían sido precisamente eso: secretos. Entonces, en ese momento junto a mi madre experimenté una sensación de usurpación. Abrimos los cajones de la cómoda. Lo primero que vi fue el viejo alhajero que la abuela me prestaba cuando yo era chica. Me encantaba desparramar sus alhajas y colgármelas como supongo lo hacen el resto de las niñas de este mundo. Agarré el alhajero y lo abrí. Cada cosa fue un recuerdo distinto y delimitado. Ese recipiente era definitivamente mi punto de unión con la abuela. Mi madre me preguntó si lo quería, y por algún motivo dije que no. Encontramos más tarde un diario íntimo. Me pregunté si mi abuela habría tenido en cuenta que un día se iba a morir y que sus cosas quedarían a la deriva de quien las encontrara. Pero la abuela ya no estaba, y yo tenía su diario en mis manos. No lo abrí, pero lo guardé y se lo entregué luego a Hermana Mayor, tal vez con la certeza de que ella lo guardaría como un documento familiar.

Poco a poco la casa de abajo se fue vaciando. Cuando ya no hubo nada cerramos la puerta de lo fondo y ya nadie volvió a bajar. Fui yo la primera que se animó en cierto modo a desmitificar la casa. Organicé una reunión y la reunión se hizo. Éramos pocos. Nos sentamos en el piso a escuchar atentos como el eco de nuestras propias voces nos cortaba la cara. Mi hermano, que siempre fue el más escéptico a creer en ciertas cosas, se fue poco a poco adueñando del lugar. Sin embargo, todos en mi familia sabemos que debajo del piso de casa hay paredes que no se resignan a ser simplemente paredes. Unos días después de la muerte de la abuela mi hermana prendió la luz del cuarto sobresaltada en plena madrugada. Me desperté y la vi angustiada. Entre lágrimas me dijo que le había parecido escuchar un lamento a través de una columna que atraviesa nuestro cuarto y que termina en el cuarto que era de la abuela. En ese momento pensé en sugestión pero tiempo después empecé a recordar con más frecuencia ese episodio. Parecía como si la abuela no se quisiera ir. En otra ocasión escuché a mi madre agitada subiendo las escaleras del fondo. Me contó que mientras tendía la ropa le pareció ver a la abuela que la miraba tras la ventana de la casa. Se refregó los ojos pensando que el sol del mediodía la había encandilado, pero cuando volvió a mirar la abuela seguía ahí. En ese momento no pude creer lo que mi madre trataba de narrar, hasta que un tiempo después fui yo misma la que miró dos veces y vio, como un espejismo imposible, a la abuela sentada en su silla. Nos hicimos a la idea. No faltaron los amigos y familiares que decían experimentar una energía extraña en la casa de abajo. Sin embargo ninguno podía dar testimonio de haber vivido en el lugar una experiencia poco común. Esa regla dejó de ser así, el día en que mi mejor amigo se paró bruscamente del sillón en donde estaba sentado, y con los ojos llenos de lágrimas y la garganta asfixiada se aferró a la reja desde el lado de adentro pidiéndome que por favor lo dejase salir. En los años que llevamos de amistad esa fue una situación en la que realmente lo vi nervioso. Por un instante pensé que podía tratarse de una broma, pero sus ojos vidriosos hicieron que atinara a buscar las llaves de inmediato. Mientras yo le preguntaba a mi amigo qué era lo que había sentido y por qué se había puesto tan mal, él me dijo que por favor cerrara la ventana que estaba a nuestras espaldas porque seguía sintiendo eso que denominamos una “presencia”. Le creí a mi amigo. No dudé de lo que me decía ni un solo momento. Cómo hacerlo, si yo, apenas un rato antes de que tuviéramos que salir de la casa, había experimentado una suerte de miedo inexplicable que se había materializado en un atípico frío en la espalda improbable para los 30 grados de esa noche de diciembre. Volví a pensar en la abuela. Mi amigo nunca más volvió a la casa de abajo y yo estuve muchos meses sin atravesar esa puerta. La casa había empezado a ganarnos. Ya pasaron casi dos años desde ese episodio. Nunca más volvió a pasar algo como lo que sucedió esa noche, pero el recuerdo persiste y se hace presente sobre todo cuando me quedo sola. En esas ocasiones es tan fuerte la sensación de compañía que me tengo que ir hasta que algún amigo aparezca. Supongo que la abuela nunca se terminó de ir, esperando tal vez que alguien vuelva a guardar sus cosas en una antigua cómoda que ya no existe.


NOTA: Este post es el resultado de un juego experimental con Hermana Mayor
Lois. Partimos de la consigna de “escribir sobre el fantasma”, sin saber qué había redactado cada una hasta el momento de publicar las dos historias en forma simultánea.

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