tag:blogger.com,1999:blog-195416592024-03-08T20:21:03.644-03:00Escrito en la ventanillaV:-“¿No es curioso cómo la vida deviene en melodrama?
Lo es todo, la perfecta entrada, la gran ilusión, lo es todo, y voy a armar un buen espectáculo. Verás, han olvidado el drama, abandonaron sus textos, cuando el mundo se marchitó bajo las candilejas nucleares. Voy a recordárselo. El melodrama. Los folletines y los seriales. Verás, el mundo entero es un escenario y todo lo demás... es vodevil”Clementinahttp://www.blogger.com/profile/04562397628767041289noreply@blogger.comBlogger50125tag:blogger.com,1999:blog-19541659.post-32439259498285227212008-09-01T09:11:00.002-03:002008-09-01T09:14:41.003-03:00It’s time to go away. (El adiós)<div align="justify">Hace un poco más de tres años vi <em>Eterno resplandor de una mente sin recuerdos</em> y en aquel momento pensé que si alguna vez necesitaba esconderme cobardemente tras un seudónimo ése sería Clementina. Hace un poco más de tres años, había maní japonés sobre la mesa del comedor y desde el escritorio yo intentaba escribir las líneas de lo que sería “Juguete Rabioso”, aquel lejano primer post. Y así fue como empezó todo esto. Hace tres años la palabra blog no figuraba en la tv, y por supuesto tampoco todas sus variantes de faunas inclasificables incluso para la fiebre taxonómica actual. En aquel momento el decir que tenías un blog iba acompañado de una explicación de qué era un blog. Hoy todos lo sabemos y en ocasiones nos avergonzamos en secreto.<br /><br />En un principio los posteos fueron auto referenciales, es decir, todavía no lograba adaptarme a la libertad del anonimato ni al medio, por lo que trataba de contar tales vivencias al respecto. Hasta que más tarde Escrito en la ventanilla fue transformándose en una pequeña e ignota vidriera de impresiones de lo que en aquella época (es que de verdad siento que pasó mucho tiempo) causaba algún tipo de conmoción en mi perspectiva impulsándome a tratar de darle a eso una forma letrada y virtual.<br /><br />Abrí Escrito en la ventanilla a fuerza de insistencia. Porque en aquel entonces alguien consideraba que yo debía tener un medio para desarrollar alguna que otra idea. Así fue como ese alguien, “el emisario”, quien traspasó la frontera de los nombres como la persona más importante de mi vida (y ya sabemos como son las cosas importantes), no solo armó el blog sino que le puso el título que hoy tiene. Traigo para ilustrar desde el segundo posteo el breve párrafo que da una explicación a tal detalle: Una vez hace mucho, probaba un cassette en un grabador de mano. La verdad es que siempre me intimidó inmortalizar la voz en algún sitio y más si se trata de palabras improvisadas. Entonces tomé un libro de Bukowski y grabé las primeras líneas de un relato. “Escrito en la ventanilla”. Cuarta frase antes del punto. “Peso neto cuatro onzas” no hubiera estado tan mal.<br /><br />Un día el blog cumplió un año y para celebrar con los cinco o seis lectores que por aquel momento comentaban publiqué, luego de “There she goes again”, el primer relato. Se trataba de “Decididamente suave”, un cuento sobre apartamentos viejos, espuma de afeitar y marquesinas. Y con “Decididamente suave” el blog no sólo se perfiló hacia un camino de intento de relato breve, sino que con él comenzaron a aparecer más lectores que se animaban a comentar. Y eso en un primer momento estuvo bueno, porque sentí que por lo menos mis palabras tenían algún tipo de receptividad, pero luego me di cuenta de que de cincuenta comentarios muy, muy poquitos, realmente exponían algún rastro de lucidez. Entonces la expectativa de la cantidad de comments, mutó en corroborar si esos mismos poquitos de siempre seguían ahí.<br /><br />No faltó por supuesto el comentador anónimo que se encapricha con un blog e intenta sembrar algún tipo de polémica. Escrito lo tuvo, un sujeto que se hacía llamar Antonio y que le dio al blog su minuto de cumbre más bizarra. Y los relatos de Clementina fueron saliéndose de ella, trayendo a un primer plano las historias, que se revelaban gradualmente, como esos hologramas que hay que mirar fijo y que duran muy poco. Creo todavía en aquella eterna máxima de Wilde: revelar el arte y ocultar al artista es la finalidad del arte. Clementina no es una artista, por supuesto que no, pero supongo que tal máxima es un tiro libre que pega en el palo de esto que estoy tratando de moldear.<br />Y un día alumnos de una universidad en México me dicen que un profesor está dando en clase los relatos de Clementina. Gracias por eso Migueleos. Ese detalle excedió mi capacidad de asombro. Y en Buenos Aires un día suena un teléfono y Clementina conoce a D y se regalan una noche sobre el empedrado de San Telmo. Y otro día, alguien se toma un barco desde otro país para conocer a Clementina, y Clementina conoce a Mayfly y ambos tienen la certeza de que la locura nunca tuvo maestro y que Perfect day va a brillar para siempre en la repisa del apartamento que mira al jardín de las avenidas que se bifurcan.<br /><br />Escrito en la ventanilla fue una experiencia motivante. Con o sin la certeza del lector cómplice, intenté dar formato de cuento a algunas ideas que de pronto se me ocurrían. Y ese mecanismo de alguna manera performó un estilo de observación y plasmación, obturando mis varias percepciones y ejercitando la técnica que fue para mí la más difícil de lograr: el relato de simplicidad densa.<br /><br />“Lo que sé: no siempre soy lo que quiero. De ahí la importancia del disfraz. El disfraz es la verdadera intención. La verdadera voluntad. El disfraz obliga”.<br /><br />Hoy, primero de setiembre, decido que Escrito en la ventanilla y Clementina deben morir en primavera. Así es como esto llega a su fin. Guardo en el ropero mi traje de mendigo y los zapatos de estrella.<br /><br /><em>Now if I was an actor or a dancer who was glamorous<br />then you know an amorous life would soon be mine<br />but now the tinsel light of starbreak<br />is all that left to applaud my heartbreak.<br />It’s time to say goodbye.<br /><br /></em><br />Ha sido todo un placer. </div><div align="justify"></div>Clementinahttp://www.blogger.com/profile/04562397628767041289noreply@blogger.comtag:blogger.com,1999:blog-19541659.post-3886556033176703552008-08-07T15:05:00.000-03:002008-08-07T15:06:29.202-03:00Ella era tan encantadora<div align="justify">La primera y única Barbie que tuve en mi niñez me la regaló una vecina. Recuerdo que esperé con impaciencia su viaje de ida y vuelta a Australia. Un mes estuvo allá. Mi vecina sabía que si había algo que yo deseaba era una muñeca cuya masa corporal pesara un poco más que el plástico etéreo de mis muñecas de acción habituales. Mi amigas tampoco tenían Barbies por lo tanto nuestro universo lúdico consistía en acostumbrarse a la idea de la rigidez absoluta, porque si hay algo que caracteriza a una muñeca de acción es la total incapacidad de articulación que tienen sus miembros. Nuestras madres, casi solidarizándose con la causa pero sin descuidar el presupuesto familiar que obviamente no incluía visitas a Juguetería del Plata -“la súper juguetería-”, eventualmente querían solucionar el problema de nuestras duras muñecas y nos regalaban otras que nosotras considerábamos aún peores que las que ya teníamos. Eran como una especie de cuerpo cuyas articulaciones se encastraban en pequeños tornillos visibles que permitían una cierta movilidad. Está bien, solucionábamos ese detalle con las nuevas muñecas, ahora podíamos sentarlas en las pequeñas sillitas y sus pantorrillas quedaban perpendicular al suelo y no paralelas a él como antes. Pero lo cierto es que los tornillos de las sustitutas nos alejaban por completo de contexto delicado que queríamos construir para ellas, acercándonos más a la trastienda de un taller mecánico. Un día llegué tarde a la casa de mis amigas y como no había llevado mis propias muñecas me tocó jugar con la suplente. Una que nadie quería, una que siempre quedaba relegada en el reparto inicial de posesiones y roles. A la infortunada le faltaban los brazos. Tiempo después me enteraría que el hermano mayor de mi amiga se los había extirpado en un acto impune de hermano mayor.<br />El arribo de la Barbie australiana fue una alegría individual pero un problema colectivo. Porque mis amigas pronto empezaron a mirarla con resentimiento y creo que hasta la muñeca sin brazos llegó a sentirse amedrentada frente a la majestuosidad de la extranjera recién llegada. Un día percibí que mis amigas ya no querían jugar, hecho que me hizo reflexionar al menos el rato que duró la merienda de esa tarde. Al otro día aparecí ante mis amistades con mis antiguas muñecas baratas. “¿Y la otra?” me preguntaron intrigadas. “Se volvió a Australia” contesté, mientras la imaginaba adentro de su caja, a oscuras, en el último cajón de mi mesa de luz. </div>Clementinahttp://www.blogger.com/profile/04562397628767041289noreply@blogger.comtag:blogger.com,1999:blog-19541659.post-78736378152984573422008-07-14T12:42:00.000-03:002008-07-14T12:43:01.474-03:00He shot me down<div align="justify">Volví a brillar. Estoy entre sus manos otra vez. Me gusta como me toca y puedo sentir aunque parezca improbable, que tiene experiencia con las de mi tipo. Me gusta, aunque sé que me va a usar una vez más sin preguntar si estoy o no de acuerdo. Hace unas semanas me subió al auto y me tiró sobre el asiento del acompañante. Desde la ventanilla abierta el viento entraba y me enfriaba de a poco. Y él manejaba muy rápido, dejando atrás a los insectos luminosos de la carretera, y de vez en cuando me miraba y aquellos ojos solo podían hablarme de algo parecido al amor o al miedo. Luego estacionó en algún lugar. Abrió la puerta del auto y me agarró. Sentí su aliento en mí, desesperado. Luego, como un péndulo imposible me dejó colgando entre sus dedos y violentamente me refregó su ropa. Nada quedaba ya de él en mi, cuando escuché desde debajo de la tierra donde me había enterrado, el ruido del motor que se alejaba. No tardó en regresar a buscarme. Todos tenemos miedo de dejar nuestras huellas a la intemperie, incluso yo. Volvió a encontrarme. Volví a sus manos. Abrió la puerta del auto y me guardó en al guantera aún sabiendo lo mucho que me molesta ese lugar común. Desde ahí y con el auto en marcha lo escuché hablar por teléfono con alguien. Repitió una dirección al menos dos veces y luego cortó. Un rato después estacionó y antes de bajar me dio un beso de suerte que lejos estaba de una despedida. Dejó el auto prendido, esperándonos. En la farmacia todos miraban con temor mi radiante plateado entre sus manos de pulso desafiante. Unos minutos después el auto volvía a arrancar. Desde el asiento del acompañante le dije: “esta noche no tengo ganas de matar a nadie”. “No puedo prometerte eso” respondió, mientras volvía a esconderme, una vez más, en ese lugar encantador que queda entre el bajo de su espalda y el borde de su pantalón.<br /> </div>Clementinahttp://www.blogger.com/profile/04562397628767041289noreply@blogger.comtag:blogger.com,1999:blog-19541659.post-30343331866261250342008-06-16T12:45:00.000-03:002008-06-16T12:47:29.575-03:00Museo<div align="justify">En la puerta del museo oceanográfico siempre hace frío. Es como si en ese punto de la cuidad el viento decidiera no rendirse nunca. Muchas veces me refugié entre las inmensas columnas que lo sostienen y fui, por momentos, una solitaria reina de ajedrez sobre baldosas en blanco y negro. La estructura, que parece haber sido construida por algún excéntrico capricho, se levanta en medio de la calle justo entre lo que alguna vez se llamó “la curva de la muerte” y el cementerio del Buceo. Lo curioso es que la modesta majestuosidad del edificio se disipa al entrar. Adentro los pasillos devuelven un eco de mar muerto que rebota en los grandes ojos de peces disecados. Entonces la presencia del océano se vuelve inverosímil tras recipientes de cristal que contienen latidos de cartón. En el museo oceanográfico los niños juegan a las escondidas y los funcionarios van detrás de ellos barriendo risas y envoltorios de caramelos. Las maestras miran la hora porque ya conocen a los bichos de memoria, mientras que otras personas piensan a dónde van a ir cuando se apague la penúltima luz. Salgo con una de ellas. Vamos dejando atrás los pasos que se traga el eco del museo y una vez afuera miramos el agua. Me despide con un gesto y lo veo cruzar la curva rumbo a las rocas. Con la bufanda cubro la mitad de mi cara y miro mis manos que ya están muy frías. Cruzo la curva y me siento cerca de él. “¿Te gustan los peces?” me pregunta. Antes de contestar le ofrezco un cigarro y prendo uno pensando en los latidos de cartón. “Estos no”, respondo. Un rato después el sol comienza a ocultarse justo detrás de la torre del museo como en un atardecer de cuento fantástico. Ya casi no hay luz cuando al alejarme me doy vuelta y veo su espalda.</div>Clementinahttp://www.blogger.com/profile/04562397628767041289noreply@blogger.comtag:blogger.com,1999:blog-19541659.post-76425220209727736582008-05-13T15:11:00.000-03:002008-05-13T15:12:36.848-03:00Te gusta estar intrigante, bueno, eso es importante.<div align="justify">Al principio no me di cuenta. El hecho de la vidriera sobrevino algunos meses después. Cuando lo vi por primera vez algo inquietante en él me llamó la atención. Estaba recostado contra una pared, iluminado intermitentemente por un foco desatendido del centro de la cuidad. Fumaba en ese momento, y su pose me hizo pensar en íconos en blanco y negro de los años cincuenta. Lo miré fijo durante algunos segundos y luego me perdí entre la gente. La relación comenzó un poco después. Algo en sus ojos me hacía pensar en la posibilidad de un inminente final, pero sin embargo sus palabras, fieles intentos de correspondencia, contrarrestaban de algún modo mi impresión. Un día empecé a advertir que los espejos ejercían en él una influencia considerable. Mi protagonismo de mujercita prodigando encantos comenzó a desvanecerse a la par de su propia imagen. En un primer momento, y tratando de generar en torno al hecho una cierta comicidad que desmitificara su insipiente narcisismo, empecé a llamarlo Dorian. Claro que automáticamente me convertí en la Sybil de un teatro en ruinas. Fue una mañana, al despertarnos, cuando advertí su primera transformación. Exhibían sus ojos la rigidez de un pájaro sin alas, con un brillo especial que solo podía remitirme a mis antiguos muñecos de la niñez. Su piel, antes pálida y opaca, de apoco fue adquiriendo un brillo plastificado y sus extremidades fueron perdiendo su articulación natural. Su casa la había convertido en una habitación de espejos, laberintos que le devolvían a cada paso el nuevo cuerpo en que se había convertido. Un día me fui y no quise volver. Pero regresé mucho tiempo después y él ya no estaba. Los espejos tampoco. Ayer lo volví a ver. Detrás de una vidriera, inmóvil y brillante, casi como una réplica sin aura de James Dean. Me acerqué para verlo de cerca. De su ropa colgaban cartelitos. Cada uno tenía un precio.</div>Clementinahttp://www.blogger.com/profile/04562397628767041289noreply@blogger.comtag:blogger.com,1999:blog-19541659.post-78561120624483740642008-04-04T13:53:00.000-03:002008-04-04T13:56:00.767-03:00Un hombre puede llorar<p class="MsoNormal" style="text-align: justify;">Me contaron de un hombre que no conocía sus propias lágrimas. Sabía que en muchos momentos tuvo ganas, pero jamás tuvo la posibilidad de experimentar la sensación física y visible que provoca todo llanto.<span style=""> </span>Nació con un problema en los lagrimales, aspecto no menor que determinaría luego algunas cuestiones significativas de su vida. Un día conocí al hombre sin lágrimas. Tenía los ojos azules, y tan secos como un mar de collage hecho por un niño. Y el hombre sin lágrimas resultó ser un hombre triste. De esos que no necesitan expresar ningún tipo de penas, sino que las exhiben sin saberlo, como quien lleva un papel burlón pegado en la espalda. Creo que nunca supo que llegué a intuir su tristeza. Un día llegó a contarme que una novia lo había dejado argumentando que su ausencia de llanto era una excusa. Me dijo que la quería de verdad, pero como ni siquiera pudo llorar en el momento de la despedida, lo único que obtuvo de ella fue algún que otro insulto y un “no te quiero ver nunca más” más grande que su resignación. Me dijo que cuando la vio alejarse desde la puerta de su casa hacia la esquina supo que estaba llorando su llanto invisible. Se sentía tan mal que se tocó la cara con la esperanza de sentirla húmeda. Pero no. Sus pestañas seguían ahí, tan secas e inmutables como siempre. Una noche nos encontramos y era yo la que en esa ocasión estaba triste. Recuerdo que lo abracé y le dediqué a su hombro un llanto<span style=""> </span>profundo, de esos con ruidito. Cuando nos separamos mi cara rozó la suya y mi pelo y mis lágrimas se quedaron enredados en su barba insipiente y áspera. Mientras yo buscaba un pañuelo para limpiar la escena del crimen, él solo me miró y me dijo: “es la primera vez que les siento el gusto”. Entendí que era un momento importante, así que no dudé en convidarle todas las lágrimas que me pidió.</p>Clementinahttp://www.blogger.com/profile/04562397628767041289noreply@blogger.comtag:blogger.com,1999:blog-19541659.post-26915789045787923972008-03-22T21:46:00.000-03:002008-03-22T21:49:05.474-03:00Mil<div align="justify">Las páginas en blanco no son gran cosa cuando es sábado a la noche. Porque ya pasó el viernes por la noche y todos ya hemos mentido bien. Si, ya disparamos. Ahora pensamos en el escritor que antes que nosotros ha dicho algo lo mejor que pudo. El sábado sólo nos mira desde el pavimento de la calle. Y los caballos anacrónicos que pasan por ella aplastando metales contra el suelo, también nos miran. Desde afuera se ve la página en blanco. Y se ven los ojos tristes de un sábado de noche sin ofrendas y del niño que se cree mago jugándonos trucos que todos conocemos. Todos aplaudimos al niño con la sola intención de hacerlo sentir bien. Porque sabemos lo mal que se siente que todos conozcan nuestros trucos. Es sábado a la noche. Y da lo mismo esto que mil páginas más, todas en blanco. </div>Clementinahttp://www.blogger.com/profile/04562397628767041289noreply@blogger.comtag:blogger.com,1999:blog-19541659.post-6743361702837721692008-03-01T18:24:00.000-02:002008-03-01T18:27:34.798-02:00Contratapas<div align="justify">Convengamos, el día en que decidí aceptar este trabajo supe que me estaba condenando para siempre a la ausencia pública de mi propio nombre. Mi jefe de inmediato captó mis aptitudes de buen redactor, sin embargo no fue eso lo que más valoró, sino el hecho de que tengo una inexplicable capacidad de condensar en unas pocas líneas el sentido de cualquier obra. Mi “fama” es una virtualidad. Miles de lectores alrededor del mundo intuyen que debe existir alguien que realice este tipo de trabajo, pero lo cierto es que a nadie le importa averiguar de quién se trata. Entonces digamos que mi lugar me lo gané desde el más absoluto anonimato y alimenté egos y reputaciones ajenas hasta límites de los que yo mismo no soy conciente.<br />Cada vez que llego a mi trabajo hay, sobre mi escritorio, no menos de cinco o seis manuscritos que a esas alturas ya están en vías de impresión. Mi ocupación, modesta e ingrata, consiste en escribir las contratapas de los libros. Solo me contratan para las primeras ediciones, pues si el libro en cuestión tuvo éxito y con ello, oportunidad de ser reeditado, mi tarea o bien es rescatada de la primera edición o es simplemente sustituida por fragmentos de críticas periodísticas que hayan aparecido en alguna publicación que legitime su importancia.<br />Si se trata de una novela de ciencia ficción, por ejemplo, mi misión consiste en delinear algunas frases del estilo: “en un lugar intermedio entre Huxley y K. Dick esta novela confirma la idea de que todavía no se ha escrito la última página del género.” Si se trata de un compendio de relatos de terror siempre es bueno recurrir a los referentes obligados para otorgarle al novel escritor una cierta jerarquía, entonces me queda por sentenciar algo así como “esta colección ofrece a sus lectores las ‘narraciones extraordinarias’ de la ficción contemporánea”. <br />Eventualmente llegan a la editorial manuscritos que decididamente se merecen una contratapa que traiga a un primer plano la calidad de sus páginas, pero lo cierto es que la mayoría de las veces tengo que esforzarme en inventarle al libro atributos de los que realmente carece. Hace un rato terminé de leer uno de ese tipo. Y estoy escribiendo esto aún sabiendo que tengo que tener mi trabajo terminado dentro de una hora. Mi jefe acaba de venir a presionarme y no pude decirle lo malo y desprovisto del mínimo valor literario que me pareció lo que acabo de leer. Mi trabajo también consiste en hacer de las mentiras un verosímil permanente. <br />En ocasiones camino entre los pasillos de las librerías y observo a la gente leyendo mis contratapas. En esos momentos experimento una sensación de estrella muda y sin nombre que no puede hacer otra cosa que no sea seguir escribiendo. Sí, lo sé. Tengo trabajo pendiente. Encontraré una vez más la forma más encantadora de volver a mentir.<br /> </div>Clementinahttp://www.blogger.com/profile/04562397628767041289noreply@blogger.comtag:blogger.com,1999:blog-19541659.post-45571100164025448272008-02-10T19:26:00.001-02:002008-02-19T09:04:54.768-02:00Barfly<div align="justify">Atravieso la puerta y de inmediato vienen hacia mí, como un enjambre caprichoso, las imágenes de todos esos bares. Recurrencias de un humo que parece ser siempre el mismo. Niebla que sobrevuela mesas ocultando caras que quieren ser anónimas. Y pienso que no hay relatos desolados sin bares. El desprecio es un animal de caza que inverna tras la barra. En un bar como este el sonido de vasos es lento y pesado, porque acá las copas no se apuran, se hacen durar para tener la excusa de permanecer. Me gusta imaginar que este sitio es un refugio de perdedores que se equivocaron de senda. Acá los borrachos son de esos que no tienen promesas y que exhiben lo que queda de su suerte con los rastros de implacables dedos amarillos.<br />Pienso en Tom Waits e imagino canciones que tose un tocadiscos que no existe. Y veo a Jangling Jack en su taburete pretendiendo ser rey en un lugar despojado de fieles. Y Bandini que me mira desde el fondo, no sabe si quedarse con su vaso o con mis piernas. Las cruzo para él, pero no gano.<br />La barra sucia y pegajosa es el altar de la última plegaria. El dios de ocasión en acto milagroso reparte gotas ásperas. Un poquito de olvido en todas las gargantas.<br />Arriba la misma luz encarcelada entre insectos que miran distraídos como ángeles sin capas. Allá en el fondo hay un tipo que balbucea historias en busca de atención. Al mirarlo parece entusiasmarse y levanta la voz, tal vez creyendo en que alguien sigue el hilo del relato. El tocadiscos se detiene y el tipo sigue hablando, nadie lo mira excepto yo. Tom Waits atraviesa las mesas buscando líos que solo acabarán con algún que otro vaso náufrago en el piso. Y me vuelvo a ir. Camino despacio hacia la puerta mientras voy dejando tras de mí el humo del cigarro que me protege y los vidrios de una escena casi perfecta. </div>Clementinahttp://www.blogger.com/profile/04562397628767041289noreply@blogger.comtag:blogger.com,1999:blog-19541659.post-9458547829566415212007-12-28T16:52:00.000-02:002007-12-28T16:56:42.134-02:00Mr Vértigo.<div align="justify">Y si. En algún momento te das cuenta. Es casi como subirte a un trampolín y contemplar la piscina desde el vértigo. Ver toda esa inmensidad azul y sentir un irremediable deseo de romper la quietud. Pero no tenés ningún objeto para tirar que te permita dimensionar la profundidad. Sabés que sos vos mismo el único objeto que puede comprobar la teoría. Entonces mirás atrás y ves la escalera. Das un paso porque todo lo que dejaste ahí por un momento te ata una cuerda invisible a los tobillos. El trampolín se mueve, pero tu indecisión pronto va mutando en algo de valor. Así que caminás, y ahora no te permitís el lujo de mirar hacia abajo. Cerrás los ojos sabiendo que un paso más adelante no hay nada excepto vos y el nuevo impacto.<br /><br />Al principio tuve miedo. Todo lo que se encarrila de inmediato me hace pensar en la posibilidad del accidente. Pero sin riesgo no hay apuestas. Los rieles son tan viejos que la eternidad se asemeja a la piel de un recién nacido. Me subo y cierro los ojos, pero los abro apenas me doy cuenta que empieza el movimiento. La subida es como un arco iris que promete tesoros al final. Bajo tan rápido que ni siquiera pienso en el chirriar impaciente de las ruedas contra el filo metálico. Hay pocas cosas que logran erizarme. El arco iris ya no me debe nada.<br /><br />La escalera vista desde arriba es como una serpiente dibujada por un profesional. Son tantos pisos y es tan sutil la vista desde acá. Pero el descenso es una condición. Cada escalón que bajo es un golpe de martillo a una escultura perfecta. Escucho cómo se va desquebrajando. La serpiente intenta desplegarse pero antes de que sea aun más tarde vuelvo a subir al punto inicial. Me empequeñezco en la altura, una vez más, a cambio de un poco de belleza. </div>Clementinahttp://www.blogger.com/profile/04562397628767041289noreply@blogger.comtag:blogger.com,1999:blog-19541659.post-10938465569726349282007-12-03T15:28:00.000-02:002007-12-03T15:47:14.739-02:00Le hizo crack<div align="justify">A fines de los cincuenta José Francisco Sanfilippo jugaba en San Lorenzo de Argentina. Pronto se convirtió en la atracción del equipo y su táctica no tardó en ser reconocida internacionalmente. De San Lorenzo pasó a Boca, donde llegó a jugar al menos dos temporadas manteniendo el mismo rendimiento que lo había consagrado. Sanfilippo o “el nene” (así lo apodaban) era una estrella, acaso tan brillante como lo permitían los reflectores de la cancha. Pero un buen día se fue del club por desavenencias con el entrenador de aquel entonces. La noticia pronto llegó a Montevideo y el Club Nacional de Fútbol fue implacable al hacerle la propuesta al gran jugador argentino. Sanfilippo empezó a entrenar a los pocos días en el Parque Central, lugar donde en aquella época Nacional realizaba sus prácticas. Entrenaba todos los días y sorprendía ver cómo no se descansaba en la comodidad que le proporcionaba una reputación repleta de victorias. Todos los hinchas, aunque ni siquiera fueran de Nacional, sabían que “el nene” Sanfilippo tenía el don de convertir goles “de todos los colores”.<br /><br />Era el año 64. Nacional se perfilaba como ganador frente a Colo Colo de Chile para poder llegar a la final de La Copa Libertadores de América de ese año y, de lograrla, sería la primera en su historia. Por supuesto Sanfilippo se convirtió en el boleto de empeño, en el depositario de todas las promesas a cambio de la consagración del equipo en el campeonato. Mi padre por ese entonces era un adolescente que se escapaba del liceo para asistir y ver, aunque sea un poquito más de cerca, al jugador que se había llevado toda su admiración. En las frías tardes del Parque Central, el nene Sanfilippo no tardó en registrar la presencia de aquel pibe al costado de la cancha.<br /><br />Ocurrió en un partido amistoso contra el Vasco da Gama de Río de Janeiro que se llevó a cabo en el estadio Centenario de Montevideo. Mi padre estaba en la tribuna Colombes cuando escuchó, faltando diez minutos para el final del partido, el ruido que se llevaría su alegría y la esperanza de toda la hinchada. Los jugadores de ambos cuadros rodearon nerviosos al jugador tirado en el pasto. Mario Méndez, compañero de equipo, fue el primero en llegar al lugar. Dicen quienes allí estaban, que la imagen de Méndez tomándose la cabeza con ambas manos mientras miraba la pierna de Sanfilippo fue desoladora. La radio transistor había llegado a Montevideo en el año 61, es decir que en el 64 era un lujo de unos pocos el tener una. Mi padre se aproximó, con toda su timidez y su nerviosismo a un hombre que escuchaba a los comentaristas desde una flamante Spica. Cuando mi padre le preguntó si sabía qué había pasado, el hombre se limitó a reproducir una sola frase: “Sanfilippo está quebrado, no juega más”. Las tribunas comenzaron a desdibujarse como relojes de un cuadro surrealista. Mi padre se quedó ahí, inmóvil, escondiendo su cara entre los brazos. Fue tanta la tristeza que probablemente se olvidó del tiempo, de la noche que empezaba a cubrir el estadio como una sábana vieja sobre un mueble sin dueño, y de la ilusión, siempre de cristal. Cuando se incorporó miró alrededor. No quedaba nadie y el silencio en la inmensidad del estadio vacío era una pelota sin perseguidores que vagaba de arco a arco. Vio de pronto a dos personas en la tribuna opuesta. Fueron ellas quienes abrieron la puerta del estadio para que el pibe pudiera salir. Empezó a correr por la avenida Centenario, llevando en la espalda no sólo la tristeza de esa tarde, sino un posible miedo. Llegar a su casa implicaría encontrarse con su padre, hombre de pocas palabras y de acciones severas. Y mientras corría por la avenida rumbo a la calle Urquiza, venía a su mente, tan insistente como las lágrimas de hacía un rato, aquel recuerdo de sus nueve años. </div><div align="justify"><br />Mi padre nació en una familia peñarolense. Pero desde chico fue hincha de Nacional. Su padre, o sea mi abuelo, nunca aceptó la opción de su hijo menor y recurrió a los mecanismos más variados para tratar de que se cambiara de cuadro. Aquella tarde de sus nueve años mi padre estaba sentado en la vereda. Era el único niño de la cuadra que no tenía bicicleta así que se conformaba con pegar alguna vueltita cuando el aburrimiento de los otros niños ganaba por goleada. Mi abuelo fue tajante: “si en el próximo partido gritás ‘Peñarol pa todo el mundo’ te compro la bici.” Y mientras iba rumbeando para el estadio con su padre, se debatía internamente por lo que probablemente era una de sus primeras encrucijadas. Peñarol hizo el primer gol. Mi abuelo le puso la mano en el hombro, inquisidor y amenazante. No hubo bici, ni deseo de tenerla, que pudiera arrancarle a mi padre aquel grito. Y no gritó, no. Pero tampoco habló porque evidentemente la extorsión había superado sus nervios de niño.<br /><br />Y ahora, cuando ya pegaba la vuelta en la calle Urquiza, sabía que detrás de la puerta estaría mi abuelo, esperándolo desde hacía horas. Actualmente mi padre dice acordarse del dolor que le causó la patada apenas atravesó la puerta. Y esa noche se acostó para recuperarse de ese día. Cuando despertó, su madre hablaba con alguien en el frente de la modesta casa. Se asomó y vio a dos personas vestidas completamente de blanco. “Sí, vive acá” respondió la señora cuando preguntaron por el hijo. Los enfermeros estaban ahí porque Sanfilippo así lo había dispuesto. Cuenta la historia que cuando el jugador volvió en sí en la cama del hospital y vio su fractura expuesta enyesada lo primero que preguntó con toda su porteñez dolorida fue: “¿qué pasa que el pibe no vino a verme?”<br />Mi abuelo no cedió de inmediato al deseo de Sanfilippo. Pasaron algunas horas antes de que se ofreciera a acompañar a mi padre al hospital. El abuelo, por supuesto, se quedó afuera. Ese año Nacional no salió campeón.<br /></div>Clementinahttp://www.blogger.com/profile/04562397628767041289noreply@blogger.comtag:blogger.com,1999:blog-19541659.post-84939202353284821112007-11-01T18:11:00.000-02:002007-11-01T18:17:26.019-02:00El escritorio<div align="justify">Apenas dejo mis cosas sobre la cama me quedo inmóvil en la habitación. Roto sobre mi mismo, como si tuviera una cámara en mis manos que necesita realizar un paneo perfecto. Hay pocas cosas en el cuarto. En la pared opuesta a la puerta hay una ventana con una cortina que se mueve de vez en cuando. En ocasiones deja ver un pedazo de mar y la imagen se asemeja a un cuadro de Magritte. Hay además una mesa de luz apolillada que parece sostenerse por puro capricho. El escritorio se encuentra en un rincón, incrustado en una arcada de ladrillos a la vista. Está en el lugar donde debía estar y eso me tranquiliza. El escritorio es pequeño y cuando me acerco a examinarlo puedo arriesgar que fue fabricado hace por lo menos cien años. Carece de cajones pero tiene una cavidad a la que se accede levantando una tapa. Además tiene un agujero, ahora revestido de polvo, en donde antiguamente se colocaba el recipiente con la tinta. Dudo que alguien en este hotel, ni en el barrio, ni probablemente en la cuidad entera, sepa quién escribió sobre este escritorio los versos que serían motivo de consagración. Pero yo sí lo sé. La investigación fue larga y extenuante y en este momento experimento los nervios de quien acaba de hallar un tesoro con las pistas de un mapa desprolijo y borroso. Dentro de un momento, cuando abra la tapa y adiestre ojos de cirujano encontraré lo que nadie conoce. En un primer momento no lo veo. Empiezo a soplar el polvo adherido a la humedad de la madera hasta que por fin, pequeñas letras empiezan a revelarse como si se tratase de una inscripción oculta en medio del desierto. Se trata de un trazo fino y casi ilegible por su tamaño reducido. Probablemente tallado con la punta metálica de la pluma que solía usar. Leo, una y otra vez leo. Parece ser una estrofa y por la métrica sospecho que podría pertenecer a uno de sus poemas publicados. Me siento en el piso frente a él. Son demasiadas las preguntas como para poder arriesgar alguna respuesta. Y sin embargo el escritorio que tengo frente a mi acaba de adquirir estatus de pieza invaluable. Un mueble viejo y corroído que solo llena el austero vacío de un cuarto de hotel barato. Qué le voy a decir al conserje. Cuando le comente que quiero comprar el escritorio va a sospechar y aun desconociendo mis motivos no va a querer deshacerse de él. Basta que alguien demuestre interés por el trasto, para que éste adquiera algún tipo de valor. Robarlo es una posibilidad, pero lo cierto es que sus dimensiones exceden el tamaño de la ventana de Magritte. Sacarlo por la puerta implicaría bajar los tres pisos que me separan de la planta baja. Y considerando la ocurrencia de llegar hasta ahí, no tendría cómo esconder semejante mueble ante las personas que se encuentren en la recepción. Sigo sentado en el piso cavilando, manejando posibilidades. Tengo que irme de acá con el escritorio así que considero la idea menos falible. El conserje me mira sorprendido. Lo supuse. Pero al contrario de mis especulaciones el tipo accede a vendérmelo a un precio que estoy dispuesto a pagar.<br />En la puerta del hotel el taxita convierte el momento en una escena grotesca. El escritorio no entra en el baúl y el hombre se desespera mientras trata de de encajarlo con brutalidad. Finalmente lo logra. El conserje me despide amablemente mientras cuenta los billetes y yo me subo al taxi camino al aeropuerto. <em>Si me pagaran un millón de dólares por este poema</em> me fumaría un cigarro riéndome de la oferta. </div>Clementinahttp://www.blogger.com/profile/04562397628767041289noreply@blogger.comtag:blogger.com,1999:blog-19541659.post-23278073670829711152007-10-13T17:56:00.000-02:002007-10-15T17:16:11.025-02:00Desencuentro<div align="justify">El empedrado de la calle se despliega como un ejército de caramelos sin envoltorio. Adentro el piso de madera lustrado a espejo es lo más generoso de la noche. Reparte sin escatimar las pisadas de tacos imitación charol. “Sos joven pibe, pa que te guste el tango”, me dice una persona apenas me acomodo en la barra. Lo miro. Es un veterano que parece estar ahí desde siempre, observando la pista y la diversión ajena con el desdén obligado de un faro.<br />Allá en los corredores de mis nueve años estaba el tocadiscos del abuelo. Yo corría remontando cometas en miniatura y pasaba una y otra vez por delante de aquel artefacto. Y el abuelo, desde su sillón, levantaba la vista y me advertía que eso no era un juguete, cosa que supe más tarde, el día en que me pinché un dedo con la púa y no dejó de sangrar hasta la nochecita. Al abuelo le gustaban Gardel y Julio Sosa, a mi no. Demasiado galanes, demasiada sonrisa de perfil. A mi me gustaban las voces más ajadas. Necesitaba creer en la idea del perdedor y de la senda, antes que en la del malevo. <em>Estás desorientado y no sabés que trole hay que tomar para seguir</em>. Ese es un tango triste y sincero, aunque recién ahora me doy cuenta que está escrito en tercera persona. El tango es orgulloso pero dice. De pronto advierto que el hombre de la barra me sigue hablando. Ahora me ofrece una copita de algo que no identifico y mientras, me arenga para que saque a bailar a la “petisa”, medias de red con cliché de flor triste alrededor del cuello. Y yo la miro a la petisa, pero mis limitaciones de bailarín coartan cualquier posibilidad de abordaje. Entonces apuro la copita en la garganta y pido otra para tomar valor. Y mientras me voy convirtiendo en aprendiz de faro, vuelvo a los corredores y veo de pronto al abuelo tarareando Grisel. <em>Tu ilusión fue de cristal, se rompió cuando partí, porque nunca más volví, que amarga fue tu pena. No te olvides de mi, de tu Grisel, me dijiste al besar el cristo aquel.</em> Cuando el abuelo se murió, la abuela se apoderó del tocadiscos como si se tratase de un objeto cultual. Me acuerdo que en esa época se le dio por fumar. Estímulos simples que aproximan recuerdos. El mismo olor de ahora es el de aquel entonces. Cigarrillos negros. La abuela se acomodaba en el sillón que había sido de su esposo, ponía el disco en el aparato y una vez terminada la canción volvía a colocar la púa sobre el mismo surco. <em>Tus ojos se cerraron y el mundo sigue andando, tu boca que era mía ya no me besa más. Se acabaron los ecos de tu reír sonoro y es cruel este silencio que me hace tanto mal.</em> Me acuerdo de las lágrimas de la abuela cuando escuchaba esa canción, y me acuerdo de mí mismo pensado en que había un tango para cada momento. Entonces tengo que pedir otra copa, porque el valor acaba de ser la infortunada apuesta de mi fracaso. <em>Como perros de presa la pena traicionera</em>. Y mientras sigo en la barra empiezo a silbar esa canción. El sin sentido del homenaje póstumo. “Sos de los tristes…”, me dice el veterano, pero yo que ya estoy demasiado borracho para levantarme a la petisa en arte de seducción impostada solo lo miro y apoyo el vaso contra la madera con convicción de última vuelta. Luego me voy. Adoquines, caramelos y ejércitos. Vuelvo a casa silbando, tratando de imaginar si aquella púa insistente hará sangrar mis manos otra vez. </div>Clementinahttp://www.blogger.com/profile/04562397628767041289noreply@blogger.comtag:blogger.com,1999:blog-19541659.post-53600915890261269422007-09-28T16:46:00.000-03:002007-09-28T16:48:23.393-03:00Muy buenas noches Cuidad Inmortal.<div align="justify">Pasaron siete años desde la última vez que viajé a Buenos Aires. En aquella ocasión todavía no había cumplido los dieciocho, razón por la cual mis padres tuvieron que ir de apuro a tramitar el permiso de menor. Finalmente viajé. El motivo no era otro que ver a Bunbury. Y no solo lo vi en concierto presentando el Pequeño Cabaret Ambulante, sino que me di el gusto de subir los veintitrés pisos del hotel Panamericano y conocerlo personalmente, entrevista de por medio.<br />Descubrí a Héroes de Silencio cuando ya hacía dos años que se habían separado. Me acuerdo que esa mañana mi hermana se levantó antes que yo y antes de irse del cuarto puso un disco que le habían prestado. Escuché entonces desde la cama los primeros acordes de La Sirena Varada y fui directo a encontrar el disco para saber de qué se trataba. Cuando vi la foto que acompaña el arte de tapa de El espíritu del vino recuerdo que me reí de aquellos tipos sobrecargados con postura de roqueros barrocos. Sin embargo volví a poner play. Yo en ese entonces tenía quince años, y lejos estaba de saber que mi gusto por los héroes se extendería hasta hoy. Gracias a ellos me entero que Bunbury es un nombre artístico extraído de una obra de Oscar Wilde lo que me lleva indefectiblemente al El Retrato de Dorian Gray, libro que está entre mis preferidos. Me acerco a los poetas malditos y descubro que Las flores del mal es uno de las cosas que salvaría si mi casa ardiera en llamas alguna vez. Entonces un día mis padres me tramitan el permiso y me voy a ver a Bunbury con la convicción adolescente de cumplir un sueño.<br />Siete años después un amigo me comenta al pasar que se juntaban los Héroes. Desestimé sus palabras argumentando que posiblemente se trataba de un rumor. Pero no era un rumor. La única banda que había sobrevivido en mis preferencias el paso de diez años se juntaba y tocarían en Buenos Aires en setiembre. En marzo compré las entradas, y esa certeza se convirtió en mi reserva de alegría en un año de esos que una considera olvidable, excepto por algún que otro motivo.<br />Así que el pasado diecinueve de setiembre me fui con un gran amigo a la reina del plata con la entrada en el bolsillo y una emoción que ni un escultor de palabras podría moldear. Buenos Aires es una ciudad increíble. Con un ritmo que agobia pero que atrapa al mismo tiempo. Mientras esperaba en cada cebra para cruzar la calle, no llegué a ver un dinosaurio proyectado en una pantalla de tecnología inaccesible, pero nunca dejé de sentirme un personaje de Lost in Traslation. Entonces empezás a comprender por qué los porteños no pierden la capacidad de asombro en su propia cuidad. La hospitalidad y la onda de la gente hacen que recuerde cada cara con la que interactué. En un bar me echaron delicadamente porque estaban cerrando. Sin embargo al otro día volví y la moza que se acordaba de mi me ofreció sus disculpas y una recompensa. Modestamente le pedí un vaso de agua, y me regaló uno con gas. El agua es cara en Buenos Aires.<br />Vas caminando por la feria de San Telmo, en donde todos los precios están pensados para ser pagados en euros y de pronto te encontrás con una mina que sostiene un cartel: “abrazos gratis”. Entonces fui y la abracé. Y fue un abrazo lindo acompañado por una sola frase: “que estés bien”. Entonces seguís caminando con la energía de un auto de fórmula uno que paso por los boxes. Y el abrazo de un desconocido no te hace sentir como un extraño.<br />Y de pronto me meto en un mercado de pulgas y por fin encuentro el póster de Pulp Fiction que vengo buscando hace años. Voy y lo compro sin pensarlo, y cuando me estoy yendo la dueña del lugar se me acerca y me obsequia un imán de Pulp Fiction a tono con el póster. Todavía faltaban unas cuadras para el abrazo gratis, pero el gesto ya me había dejado más que contenta.<br /><br />Entonces llegó mi gran noche. En Buenos Aires las distancias son largas, motivo por el cual tardamos en llegar al Club Cuidad una hora en taxi. Y los tacheros son como Sofistas motorizados que empiezan a desgranar un discurso corrosivo y sorprendente. El tipo que nos llevó a ver héroes abrió la conversación recomendándonos una calle en la que se podían encontrar objetos de audio a un precio accesible, por supuesto previamente robados. Y el tipo no paró. Un monólogo que se me figuraba stand up. “Kirchner corta el queso y unta el dulce, no sabés pa dónde mira el hijo de puta” “Maradona es una rata, mala gente. Es un secreto a voces” “Tévez es tan feo que cuando nació la madre le daba el pecho de espaldas” fueron algunas de las máximas que me acuerdo, entre todas las que nos regaló su verborragia con olor a gasoil. Y mientras iba escuchando todo eso, miraba el reloj con impaciencia porque en teoría faltaban diez minutos para el comienzo del recital y nosotros estábamos a 30 cuadras del mismo. Finalmente llegamos, y llegamos en hora. Agarré a mi amigo de la mano. Empezamos a caminar por las carreteras valladas entre la multitud y mientras dábamos pasos ansiosos toda la emoción que tenía acumulada se convirtió de apoco en un nudo en la garganta que derivó en un par de ojos vidriosos. Mi amigo en un momento me pidió que lo soltara porque le dolía la mano por lo fuerte que lo estaba agarrando. Entonces la multitud fue tapando los espacios vacíos del cubre césped, y mi silencio fue el cómplice de los miles de pensamientos por minutos que me venían a la cabeza mientras miraba aquel escenario vacío. En la previa pasaban música, y tuve el gusto de escuchar al hilo Girl you`ll be a woman soon, Where the wild roses crow de Nick Cave y London calling. Y de repente se apagan las luces y vuelvo a agarrar a mi amigo de la mano. Dos pantallas empezaron a proyectar la silueta de Juan Valdivia y Joaquín Cardiel con un tema sorpresivo para el comienzo de un show de héroes. Nada más y nada menos que El estanque. Y Bunbury apareció y cantó lo que tenía que decir. Las leyes salvajes que empañan mi huída. A esas alturas yo ya tenía conmigo la certeza de que tarde o temprano siempre me salgo con la mía. Mi perseverancia cuando algo me importa es una aliada que no mostró nunca las cartas. Y fueron pasando los temas, y la garganta de a poco me fue abandonando en proporción a la alegría que tuve durante más de dos horas y media. Y de pronto La sirena varada. Y luego Bendecida, Deshacer el mundo, Con nombre de guerra, El camino del exceso, La carta, Oración, Maldito duende, Iiberia sumergida, Héroe de leyenda, Avalancha… pedí interiormente Tesoro y la tuve, pedí En brazos de la fiebre y cerraron con ella. Bunbury parecía no poder creer estar delante de tal multitud, tal vez acostumbrado a su etapa cabaret, no dudó en decir que Héroes siempre fue una banda teatral que se había gestado de hecho en un teatro. Y el tipo parecía distendido y habló mucho y contó cosas, y cuando se percató que la única disconformidad del público era a partir de un sonido bajo, calmó los ánimos retrucando: “pero yo canto fuerte”. El show se extendió por más de dos horas y media. Y cuando abandonaron definitivamente el escenario me quedé parada como una diminuta isla en medio de un río de gente que fluía hacia la salida. En ese momento no podía creer haber visto a los Héroes. No podía creer haber cantado cada una de las canciones mientras contemplaba aquel espectáculo. De Buenos Aires me traje ese tipo de recuerdos que uno podría narrar de forma anecdótica una y otra vez con la misma inquietud. Infinitas gracias Mayfly por haber sido un cómplice de lujo y por haber compartido toda la emoción. Ahora solo me queda brindar en silencio y emborracharme, de vino, de poesía o de virtud. En definitiva el camino del exceso debe conducir a algún lado.<br /><br /> </div>Clementinahttp://www.blogger.com/profile/04562397628767041289noreply@blogger.comtag:blogger.com,1999:blog-19541659.post-52876282343708443472007-09-19T15:32:00.000-03:002007-09-19T15:46:35.843-03:00Todos mentimos bien los viernes por la noche<div align="justify">A veces me gustaría saber escribir canciones. Me gustaría que esas canciones fueran en inglés, será porque es un idioma que no domino como quisiera o porque tengo la sensación de que la misma letra escrita en inglés es precariamente superior a una escrita en castellano. De ahí mi extrañeza. Pero no sé escribir canciones, ni tampoco sé otro idioma. Por eso me tengo que conformar con imaginar un ajuste de cuentas con la idea de <strong>Babel</strong>. Entonces sigo escribiendo, con frecuencia desconfiando de la punta del lápiz que me ve venir y siento que sospecha. Lo apoyo sobre la hoja, firme como una niña que traza líneas de colores con furia de crayola. Hoy no puedo escribir relatos. No es cuestión de inspiración porque me gusta creer en que no creo en ella. Así que termino pensando que mi estilo se aburrió de mí. No me fuerzo. Tengo un libro ahí sobre la mesa que me está esperando hace días.<br /><br />El libro se llama <strong><em>Héroes</em></strong>. Para empezar un buen título. El autor, <strong>Ray Loriga</strong>. Tiene nombre de protagonista de serie yanqui de principios de los noventas tipo <strong>Who is the boss?</strong> Sin embargo no deja de ser un nombre carismático. Empiezo a leer <strong><em>Héroes</em></strong> en una clase de literatura latinoamericana. Y cuando me doy cuenta el profesor ya está mandando la pausa, el corte. Yo sigo prefiriendo recreo. Afuera una compañera me pregunta “che, ¿qué leías? Seguro que <strong>El Facundo</strong> no era…se te veía contenta”. Y yo le contesto que no, que efectivamente estaba leyendo algo que dista lo suficiente de la literatura caudillesca rioplatense del siglo XIX. Entonces me pongo a hablar de <strong>Loriga</strong>, con la humildad y sabiduría que me acreditaban las 34 páginas que había leído. Cuando uno lee 20 páginas y cierra el libro ansioso por volver como cuando metés la pausa en medio de una película, es porque el libro es decididamente bueno, o al menos, tus grados de emoción están direccionados a su favor. Eso me pasó con <strong><em>Héroes</em></strong>. Una ficción breve y demasiado certera para estados de ánimo con forma de puzzle importado de Shanghai. Si bien el libro es una novela y como tal responde a un hilo conductor que hilvana los capítulos, éstos son tan breves y directos que se pueden leer por separado como una unidad en si. Una vez mirando la serie <strong>CSI </strong>como si se tratase de una epifanía catódica, descubrí de qué manera los tipos analizan las balas que se usaron con el arma en la escena del crimen. Para eso hay que meter el revólver en una especie de máquina que retiene la munición en un gel especial. Si un día me dispararan no quisiera que la bala me atraviese con velocidad de prueba. Así son los capítulos de Loriga. Trayectoria y forma en un solo tiro. La efectividad de esta novela se apoya sobre todo en el uso que el autor hace de cada frase, justificando a través de ellas la excelencia de un capítulo entero. <strong>Loriga</strong> no es la revelación de los años noventa, pero sabe frasear con la precisión de las buenas canciones.<br /><br />De forma austera aparece la dedicatoria del libro: A <strong>Ziggy</strong>. Tengo un indicio y ni bien empiezo a leer me encuentro con sus nombres. Allí están <strong>Bowie</strong> e <strong>Iggy Pop</strong> y no serán la única vez que aparezcan. De inmediato me acuerdo de <strong>Kureishi </strong>o de <strong>Welsh</strong> y de toda la literatura que recurre al estado icónico del rock para generar un background o un anclaje de sentido. Entonces el protagonista de <strong>Héroes</strong> se convierte momentáneamente en un <strong>Renton</strong> sin Heroína, subido a la calesita de privaciones y deseos en la que se ha convertido su cuarto. Y sigo leyendo a <strong>Loriga</strong>. Aunque ahora ya voy más páginas y estoy en la clase de literatura latinoamericana y leyendo me dieron ganas de volver a escribir. Y pienso que <strong><em>Héroes</em></strong> es como una gran letra de <strong>The Velvet</strong> hecha novela y escrita en castellano. Y luego me doy cuenta que mi percepción no debe estar muy lejos de eso. El protagonista sueña con <strong>Lou Reed</strong>, pero es consciente en su propio sueño de que <strong>Lou Reed</strong> no tiene ganas de que nadie lo ande soñando.<br /><br /><em>Cruzamos los Estados Unidos sentados sobre un vagón de metro amarillo, no tardamos ni media hora. Saludábamos a los niños con la mano. Nos habíamos comido tantas anfetaminas que nuestras cabezas llegaban a las estaciones mucho antes que nuestros cuerpos. Todos tenían historias de amor tristes que contar. Lou Reed viajaba con nosotros, pero no nos hacía mucho caso. Él tenía sus propias historias. Alguien dijo: “deberíamos bebernos su sangre”. El tren iba tan deprisa que no podías escuchar tu corazón agitándose como un taladro neumático. Lou Reed ni siquiera se despeinaba, pero nosotros habíamos perdido nuestros sombreros. Uno dijo: “deberíamos joder con él” Lou Reed se había quedado dormido y soñaba uno de esos sueños extraños que se sueñan cuando estás dentro del sueño de otro. En su sueño el tren era aún más rápido y hacía ya tiempo que había salido de los Estados Unidos. El viajaba solo encima de su vagón de metro amarillo. Iba tumbado sobre el vagón soñando con escapar de mi sueño. Decía: Tío, no dejaré que me toques. He escuchado lo que alguno de los tuyos quería hacer conmigo. Yo le decía: no tengo nada que ver con eso. Pero él se enfadaba aun más y decía: Tío, este es tu sueño, este es tu jodido vagón de metro amarillo y estos caníbales colgados son tus amigos. Yo le decía: Si pudiera soñar lo que quiero, estaríamos tú y yo solos sentados en silencio como los niños que esperan ser amigos. El decía: eso está muy bien tío, suena muy bonito, suena como si llevaras diez años sin echar un polvo, puede que seas un buen chico, pero si todos los buenos chicos me metieran en sus sueños sería como estar muerto. Preferiría que bebieses mi sangre, me jodierais y acabaseis conmigo de una vez. Todos creéis conocerme bien, pero al final todos queréis que cante Walk on the wilde side con la boca llena de espaguetis. Mira chico, mejor déjame comer tranquilo y luego dime cómo coño se sale de aquí. Volé hasta Nueva York después de bombardear mi casa con anillos de plata, le arranqué una sonrisa a un policía que murió desangrado, le regalé una diana al tipo que consiguió matar al Papa, los abrazos de los míos me hacen sentir como un extraño, una vez soñé con Lou Reed, pero no puedo jurar que a él le gustase mucho estar en mi sueño.<br /><br /></em> ****<br /><br />Todavía no aprendí a escribir canciones, pero me importa menos que al principio.</div>Clementinahttp://www.blogger.com/profile/04562397628767041289noreply@blogger.comtag:blogger.com,1999:blog-19541659.post-71997039419022862582007-09-01T17:51:00.000-03:002007-09-01T17:56:48.274-03:00Hierro 3<div align="justify">Entonces un día te despertás y mirás el fondo del vaso. Está vacío, no hay contendido, ni manchas, ni huellas. Está vacío como las sábanas de ahora, retazos de tela llana sin autitos estampados ni inmaculadas Sara k. Empezás a escribir en un papel que dejaste arrugado ayer de noche pero sabés que lo que no fue tampoco será hoy. Lo volvés a arrugar y lo tirás por la ventana. Fantaseás con la idea de que alguien lo encuentre y te imagine, teniendo como pista la única línea que llegaste a escribir. Tu seducción solo admite puntos ceros, limitaciones, epidermis. Pero sabés que no va a ser así. Sabés que nadie va a agarrar ese papel, sino que se va a juntar con el resto de la mugre que en esa ocasión pase por la vereda. Y sabés también que la frase que escribiste morirá contigo, como verdades absolutas de realeza medieval.<br /><br />Las máquinas de humo nunca habían acaparado mi atención. Hasta ahora. ¿Cuál es la función de una máquina de humo? Un aparato relativamente pequeño, con un interruptor y un orificio por donde sale su producción. Voy a una fiesta y apenas entro la prenden. La máquina de humo es la sustituta del disfraz. Es la máscara del carnaval de Venecia… oculta, altera y seduce con egoísmo de cuidad sumergida. La máquina de humo no sirve para otra cosa que no sea convertirse en metáfora de sí misma. Si yo tuviera una máquina de humo en mi casa, apretaría el interruptor con frecuencia de estado de ánimo. Eso sí, si me dan a elegir, preferiría que el humo blanco tenga olor a duraznos. Si es a mandarinas, entonces me gustaría probarla en Francia.<br /><br />La cajita de música se hizo pedazos el otro día. En esos momentos es cuando mirás al piso y te das cuenta que las cosas lindas son ciertamente frágiles. Entonces, mientras recojo los pedacitos de espejo y rescato a la bailarina con vestidito de terciopelo a cuerda, decido que nunca más voy a tener cosas tan lindas, porque tenerlas implica saber que se van a hacer mierda en el primer descuido. Ahora la bailarina me mira desde arriba de una repisa. A veces creo que siente pena, y a veces odio. Yo por las dudas la encierro bajo un vaso antes de irme a dormir. No vaya a ser que uno de estos días toda la belleza que alguna vez rompí intente vengarse solapadamente.</div>Clementinahttp://www.blogger.com/profile/04562397628767041289noreply@blogger.comtag:blogger.com,1999:blog-19541659.post-11294775783332712382007-08-13T22:25:00.000-03:002007-08-13T22:26:32.440-03:00Disfraz<div align="justify">Dejé el lápiz de labios sobre el cajón de madera que desde siempre ofició de improvisado camarín. La precariedad de todo aquello era un lujo de sofisticación premeditada. Nuestro público era pobre, comían para vivir, sembraban para comer y, de vez en cuando, se permitían atender una cierta necesidad de esparcimiento. Y en medio de eso, en un lugar apartado de las humildes casitas nosotros habíamos armado el escenario que se levantaba sobre el pasto seco como un inmenso girasol de madera. Con el tiempo fui ganándome mi lugar sobre aquellas tablas contaminadas de moho, acostumbrándome de a poco a ser la estrella de un teatro del olvido, maquillándome la piel con colores sin definición. Antes de salir a escena, espiaba con vicios de actriz al público desde atrás del telón de arpillera. Caras cansadas, pieles erosionadas por el aire y ojos desafiantes, impenetrables como espejos. Nunca me amedrenté. Cuando llegaba mi hora yo salía y hacía lo mío como si en ello se fuera lo único que podía empeñar. Al terminar mi acto, recogía los aplausos como la noche recoge sus limosnas brillantes y luego desaparecía tras el telón. Nunca había conocido la superstición como la conocí en aquel teatro ambulante. Colgaban los amuletos en las carpas que lo rodeaban, y no faltaban los actores que antes de salir a escena susurraban para si breves versos ahuyentando cualquier posibilidad de mala suerte. Fue una de esas noches. Un taco me traicionó quedando caprichosamente enganchado entre una abertura del escenario. Tablas gastadas. Mientras intentaba desesperadamente desengancharme sin colgar mi disfraz de pretendida elegancia, escuché desde el público una carcajada y luego otra y otra, hasta que comprendí que la actriz se había transformado de pronto en objeto de burla, exiliada en el suelo, pero sin alas. Cuando levanté la cabeza y los miré, comprendí que hay pocas cosas tan peligrosas como la muchedumbre. Con un poco de esfuerzo logré extraer el taco del corroído tablón, me paré y realicé el mutis por el foro más excepcional de mi vida. Nunca, desde que había decidido irme con el teatro, había abandonado el escenario con tantos ademanes de suficiencia. Pero fue en ese mismo momento, mientras me acercaba a las periferias oscuras de la escena, cuando vi, en medio del público, un par de ojos que me observaban serios y cómplices. Supe esa noche que en las ocasiones siguientes saldría actuar para una única persona. A partir de ahí empezó el nerviosismo de principiante y el vértigo de preferir un solo gesto perdido entre le humo a decenas de aplausos. Ya no pude pensar en otra cosa. Mientras me maquillaba delante de aquel espejo sucio, delineaba mis ojos y retenía los suyos en una imagen perversa y seductora. Sentada sobre un banco enclenque, dejé el lápiz de labios sobre el cajón de madera que desde siempre ofició de improvisado camarín y salí a buscarlo. Me acerqué al grupo de casitas como un lobo atravesando el pasto. Aquel público, ahora disgregado, abandonaba sus tareas para verme pasar como una especie de milagro sin disfraz. Ojos y más ojos clavados en mi nunca con la insistencia de aquel taco pero yo no encontraba los que había ido a buscar. Apenas si guardaba mi mente palabras que me ayudaran a describirlo en busca de pistas. Seguí caminando hasta que el perímetro de casitas se terminó y me encontré nuevamente sobre el pasto seco. Una mano me agarró del brazo bruscamente. Me asusté, pero sin darme vuelta supe que aquel extraño era el dueño de aquellos ojos. No nos dijimos nada y percibí en sus movimientos una mezcla de abandono y seguridad. Me corrió el pelo hacia un lado dejándome un hombro al descubierto. Se acercó despacio y entendí que me estaba oliendo, respirándome la piel en bocanadas que volvían a mí entrecortadas. Quise darme vuelta para mirarlo pero me corrió la cara. Sentí que se alejaba por el pasto. Me quedé ahí, parada e inmóvil. La mejor puesta en escena que jamás imaginé había terminado hacía breves instantes. Me di vuelta y vi un contorno que se perdía cerca de un horizonte inventado, línea de ficción. Volví al teatro y me maquillé apurada para salir y regalarle mi mejor actuación. Esa noche no estuvo, ni la siguiente. Nunca dejé de actuar para aquel par de ojos. Si empiezo a desconfiar de mi suerte, estoy perdida.<br /><br /> </div>Clementinahttp://www.blogger.com/profile/04562397628767041289noreply@blogger.comtag:blogger.com,1999:blog-19541659.post-54234855178561576842007-07-16T16:03:00.000-03:002007-07-16T16:08:18.244-03:00Fantasma antes de irte (Intermezzo de no ficción II)<div align="justify"><span >La noche que se llevaron a la abuela supe que la casa quedaría vacía al menos por un buen tiempo. Ese vacío que parece soplar por las hendiduras de las ventanas, que susurra en los oídos de los habitantes que alguien ya no está, pero que parece respirar en nuestra nuca como un ser invisible. La casa de la abuela queda exactamente debajo de mi casa. Ambas comparten el fondo y a través de él se puede tener acceso a cualquiera de las dos. La abuela no volvió esa noche, ni la siguiente. Murió unos días después respirando el éter de un hospital. Y allá abajo quedaron los objetos, testigos mudos que parecían gritar y llorar a su dueña. Nadie quería bajar a la casa. El lugar se fue convirtiendo de apoco en un museo que exponía con tristeza eso que ya no era de nadie. Unos días después mi madre, la única hija que la abuela había tenido, tuvo que hacerse cargo de la situación. La acompañé, atando entre cordeles el miedo que me provocaba atravesar la puerta de la casa de abajo. Entramos por el fondo. Bajamos la escalera en la que tantas veces la abuela había caído. Todo hablaba de la abuela, pero no era tiempo de llanto sino de acción. Cuando alguien se muere, y por algún motivo siempre pienso en esto, existen personas encargadas de sacar a la luz secretos que por algún motivo habían sido precisamente eso: secretos. Entonces, en ese momento junto a mi madre experimenté una sensación de usurpación. Abrimos los cajones de la cómoda. Lo primero que vi fue el viejo alhajero que la abuela me prestaba cuando yo era chica. Me encantaba desparramar sus alhajas y colgármelas como supongo lo hacen el resto de las niñas de este mundo. Agarré el alhajero y lo abrí. Cada cosa fue un recuerdo distinto y delimitado. Ese recipiente era definitivamente mi punto de unión con la abuela. Mi madre me preguntó si lo quería, y por algún motivo dije que no. Encontramos más tarde un diario íntimo. Me pregunté si mi abuela habría tenido en cuenta que un día se iba a morir y que sus cosas quedarían a la deriva de quien las encontrara. Pero la abuela ya no estaba, y yo tenía su diario en mis manos. No lo abrí, pero lo guardé y se lo entregué luego a Hermana Mayor, tal vez con la certeza de que ella lo guardaría como un documento familiar.<br /><br />Poco a poco la casa de abajo se fue vaciando. Cuando ya no hubo nada cerramos la puerta de lo fondo y ya nadie volvió a bajar. Fui yo la primera que se animó en cierto modo a desmitificar la casa. Organicé una reunión y la reunión se hizo. Éramos pocos. Nos sentamos en el piso a escuchar atentos como el eco de nuestras propias voces nos cortaba la cara. Mi hermano, que siempre fue el más escéptico a creer en ciertas cosas, se fue poco a poco adueñando del lugar. Sin embargo, todos en mi familia sabemos que debajo del piso de casa hay paredes que no se resignan a ser simplemente paredes. Unos días después de la muerte de la abuela mi hermana prendió la luz del cuarto sobresaltada en plena madrugada. Me desperté y la vi angustiada. Entre lágrimas me dijo que le había parecido escuchar un lamento a través de una columna que atraviesa nuestro cuarto y que termina en el cuarto que era de la abuela. En ese momento pensé en sugestión pero tiempo después empecé a recordar con más frecuencia ese episodio. Parecía como si la abuela no se quisiera ir. En otra ocasión escuché a mi madre agitada subiendo las escaleras del fondo. Me contó que mientras tendía la ropa le pareció ver a la abuela que la miraba tras la ventana de la casa. Se refregó los ojos pensando que el sol del mediodía la había encandilado, pero cuando volvió a mirar la abuela seguía ahí. En ese momento no pude creer lo que mi madre trataba de narrar, hasta que un tiempo después fui yo misma la que miró dos veces y vio, como un espejismo imposible, a la abuela sentada en su silla. Nos hicimos a la idea. No faltaron los amigos y familiares que decían experimentar una energía extraña en la casa de abajo. Sin embargo ninguno podía dar testimonio de haber vivido en el lugar una experiencia poco común. Esa regla dejó de ser así, el día en que mi mejor amigo se paró bruscamente del sillón en donde estaba sentado, y con los ojos llenos de lágrimas y la garganta asfixiada se aferró a la reja desde el lado de adentro pidiéndome que por favor lo dejase salir. En los años que llevamos de amistad esa fue una situación en la que realmente lo vi nervioso. Por un instante pensé que podía tratarse de una broma, pero sus ojos vidriosos hicieron que atinara a buscar las llaves de inmediato. Mientras yo le preguntaba a mi amigo qué era lo que había sentido y por qué se había puesto tan mal, él me dijo que por favor cerrara la ventana que estaba a nuestras espaldas porque seguía sintiendo eso que denominamos una “presencia”. Le creí a mi amigo. No dudé de lo que me decía ni un solo momento. Cómo hacerlo, si yo, apenas un rato antes de que tuviéramos que salir de la casa, había experimentado una suerte de miedo inexplicable que se había materializado en un atípico frío en la espalda improbable para los 30 grados de esa noche de diciembre. Volví a pensar en la abuela. Mi amigo nunca más volvió a la casa de abajo y yo estuve muchos meses sin atravesar esa puerta. La casa había empezado a ganarnos. Ya pasaron casi dos años desde ese episodio. Nunca más volvió a pasar algo como lo que sucedió esa noche, pero el recuerdo persiste y se hace presente sobre todo cuando me quedo sola. En esas ocasiones es tan fuerte la sensación de compañía que me tengo que ir hasta que algún amigo aparezca. Supongo que la abuela nunca se terminó de ir, esperando tal vez que alguien vuelva a guardar sus cosas en una antigua cómoda que ya no existe.<br /><br /><br /><strong><span style="color:#990000;">NOTA: Este post es el resultado de un juego experimental con Hermana Mayor </span></strong></span><a href="http://quienapagolaradio.blogspot.com/"><span style="color:#990000;"><strong>Lois</strong></span></a><strong><span style="color:#990000;">. Partimos de la consigna de “escribir sobre el fantasma”, sin saber qué había redactado cada una hasta el momento de publicar las dos historias en forma simultánea. </span></strong></div>Clementinahttp://www.blogger.com/profile/04562397628767041289noreply@blogger.comtag:blogger.com,1999:blog-19541659.post-20132958915584317982007-06-27T15:49:00.000-03:002007-06-27T15:52:15.203-03:00Murmullo<div align="justify">Un día desperté con el pelo enredado en una maraña rosada y esponjosa. Era rico mi pelo. Azucarado. Punto a favor a la hora de conquistas. Crecí en la trastienda de un puestito de algodón de azúcar. Todavía escucho la máquina. Mi madre nunca me develó el secreto, pero sus copos eran los más grandes, y la competencia se había fugado lejos, por lo menos a la siguiente cuadra. Mamá seguía teniendo el privilegio de estar a un pasito de la rueda gigante. Éste es quizás, uno de los pocos juegos que admiten la posibilidad de hundir la cara en el algodón y sentir, a la vez, el vértigo de la cuidad vista desde arriba y desde abajo una y otra vez. Los niños hacían largas colas para obtener aquella mole prometedora y rosada. Nunca faltaban aquellos que apenas si llegaban al mostrador. Movían sus pequeños dedos contra el filo de la mesada, como astutos animales de caza rodeando a una presa indefensa. Estaban también los ansiosos, aquellos que lloraban desconsoladamente viendo su objeto de deseo desparramado en el piso producto de una eventual torpeza infantil. Mi madre ya tenía previstos ese tipo de sucesos en el presupuesto semanal, por lo que tenía preparados copos de emergencia para los tristes niños de ocasión. Por supuesto delicadeza semejante iba por cuenta de ella. No había lugar en casa que no estuviera cubierto por una fina y edulcorada capa blanca. Porque el algodón no queda por entero en el palito, y lo que vuela, esto está dicho, a algún sitio tiene que ir a parar. Manos pegajosas. Así recuerdo mi infancia. Amigos que se desesperaban por meriendas sin lugares comunes. Un día la máquina se rompió. La vi a mi madre tratando de arreglarla con la mitad de su cuerpo adentro. No había solución, la vieja máquina se había cansado de su dulce espiral, tal vez como se cansan el resto de las cosas de este mundo.<br /><br />Vuelvo a la cuidad. Le digo al chofer del taxi que se detenga frente al parque. Vidrios rotos, los recuerdos se hacen presentes a pedradas. Es como si un montón de niños agazapados en algún lugar descargaran travesuras contra mi. La rueda gigante está erguida como un monumento destartalado que sobrevive sin modestia. Oxidada y sin brillo igual me gusta. No escucho el antiguo murmullo de risas. No hay lluvia de maíz ni emociones acarameladas. Camino algunos pasos. Ahí, a pasitos de la rueda, el puestito de mi madre tiene un cartel que dice “cerrado”. Me acuerdo cuando lo colgó. Muchos niños lloramos aquel día. Volví a subir al taxi y al arrancar una piedra rompió la ventanilla. Azúcar en el pelo. Pensé en eso mientras me alejé.<br /> </div>Clementinahttp://www.blogger.com/profile/04562397628767041289noreply@blogger.comtag:blogger.com,1999:blog-19541659.post-55902993823681492922007-06-05T09:17:00.000-03:002007-06-13T10:48:07.200-03:00Postal<div align="justify">Cuando entran jamás me miran. Se quedan tras el mostrador distrayendo ojos incómodos que nunca dicen nada. Parados allí las agujas que cuelgan de la pared pinchan su paciencia y su ansiedad. Ningún reloj marca la misma hora. Atravesar la puerta es como sumergirse en un espacio sin tiempo. Desde mi tranquilidad supongo a la eternidad mientras agarro mis pinzas.<br /><br />Todos se quejan del sonido, dicen que es ensordecedor. Imagino que lo perciben como aleteos de pájaros que no encuentran hogar. Nadie logra entender cómo no me vuelvo loco. Nunca terminé de comprender por qué motivo la cordura es la certeza de donde se parte. Si yo estuviera loco y ellos lo supieran, ya no vendrían a dejar su tiempo en mis manos, porque los locos, dicen, carecen de precisión. Ellos necesitan estructuras que solo yo puedo darles, pero puedo quitárselas como si fuera un dios que juega su juego sobre un paño tapizado de mecanismos imperceptibles. Agujas, ejes, días y noches que parecen ser mías. Impaciencia y apuro. Noción de fin.<br /><br />Doce y cinco marca el reloj de madera antigua colgado en el extremo izquierdo. Tres y veinte el de metal que tengo entre mis manos. No sé qué hora debería ser, tan sólo me limito a poner en marcha el mecanismo. En este lugar sin referencias, la realidad es una flor muerta con pétalos aturdidos. Termino con el arreglo. La persona ajusta su tiempo en su muñeca. Quiere pagarme, pero no acepto. El trabajo fue demasiado sencillo. Me agradece y mientras abre la puerta de cristal veo como se aleja, escapando.<br /><br />Me recuesto nuevamente contra el respaldo y doy pitadas a la misma pipa. El humo me hace salir golpes de sangre en ojos que me dan de comer. Sé que debo dejar de hacerlo. Sé que el humo me extrañaría.<br />De este lado de la vidriera percibo el mundo como si observara desde el interior de una fotografía. Ellas encierran el tiempo, no lo matan. Y ese encierro es un instante, un fragmento de tiempo sin tiempo. Para quienes pasan todos los días, debo ser una postal protegida por una capa dura y transparente. Y me pregunto si se reirán de mi y si es que alguien se ríe, todavía.<br /></div><div align="center"><br />***<br /></div><div align="center"></div><div align="left">Inspirado en el capítulo II de <em>El ruido y la furia</em> de W. Faulkner.<br /></div>Clementinahttp://www.blogger.com/profile/04562397628767041289noreply@blogger.comtag:blogger.com,1999:blog-19541659.post-35825576953409378292007-05-23T09:20:00.000-03:002007-05-23T09:21:30.103-03:00Ardimos (intermezzo de no ficción)<div align="justify">Hace algún tiempo se murió una persona que sabía mucho. Lo denominaban “biblioteca ambulante” y si bien el hombre seguramente no podía explicar la teoría de la relatividad de forma convincente (aunque esto nunca lo comprobé) hay que decir que sabía del tema que lo ocupaba como nadie. Le decían historiador aunque hasta donde yo sé nunca había pasado por la facultad de humanidades para obtener un título que se sabe milagroso. Historiador en el sentido de haber sido la única persona que tenía la capacidad de recrear absolutamente todo lo que refería a un asunto que estuviera bajo su dominio, con fechas, fundamentos casi vivenciales (el tipo estaba cerca de los cien) y documentos que seguramente, no tuvieron en su época el valor que este hombre sabría darle posteriormente, justo ahí, cuando la memoria ajena empieza a reclamar lo que un día desechó.<br />Este hombre tenía 83 años y su salud (dejaban constancia análisis hechos pocos días antes de su muerte, aunque no nos fiemos demasiado de la medicina occidental) era mejor que la que seguramente poseo en una vida de excesos silenciosos. El hombre murió por una caída. Un accidente doméstico, si preferimos el lugar común de la crónica informativa. Y uno, que espera tener una muerte por lo menos carismática, no puede concebir un traspié fatal. Días antes, se había muerto Eduardo Darnauchans y ese mismo día (como si un fantasma sin boca quisiera decirnos algo) también moría en Francia el filósofo Jean Baudrillard. Cuando me enteré de su muerte lo lamenté diciéndome a mí misma: “una pena, una cabeza menos pensado sobre el mundo” . Duelen esas muertes, aunque sean lejanas y no familiares. Duele enterrar cerebros que reflexionaron al mundo de forma sensata. Una vez, escuchando el desaparecido programa de radio “Planetario” alguien hablaba del incendio de la biblioteca de Alejandría. En ese momento, mientras fumaba un cigarro viendo pasar la noche boca arriba, pensé en misiles y en cómo estos lo primero que destruyen cuando una cultura quiere imponerse sobre otra son las bibliotecas, o en casos más arcaicos, centros acumulativos de algún tipo de saber. Pensé entonces en Bagdad. Pensé que “Las mil y una noches” libros que como saben aprecio, ardió entre millones de hojas, personajes, teorías y palabras. En ese incendio también se murió algo, pero supongo que la destrucción de una biblioteca milenaria no es una noticia gorda para el informativo central como lo es que Winona Ryder haya querido ser cleptómana por un día. En fin, hoy me voy pensando en fuego y en cerebros six feet under.<br /> </div>Clementinahttp://www.blogger.com/profile/04562397628767041289noreply@blogger.comtag:blogger.com,1999:blog-19541659.post-68532525409748478382007-05-09T09:18:00.000-03:002007-05-09T09:25:39.926-03:00Filoso y áspero<div align="justify">La luz del pasillo tintinea como solo saben hacerlo algunas luces de pasillos sucios y solitarios. Justo al final estoy yo. El lugar es pequeño, es uno de esos sitios en donde uno tiene la permanente sensación de que las paredes dan pasos silenciosos y burlones con el solo fin de encontrarse unas con otras. Cuando siento eso empiezo a verme como un intruso en un lugar que nunca me tendrá como aliado. Es la permanencia metálica de la máquina de escribir que tengo frente a mí la que me recuerda que existe el sonido. Acá pocas cosas hacen ruido. La máquina y mi respiración. Por lo demás, es como si el mundo fuera una acuarela que se va desdibujando con gotas de una vaso que transpira y que no es de nadie.<br /><br />Trac trac trac trac trac. La máquina y yo, un pasillo que me ve y mis latidos. Aseguro la puerta a mis espaldas. Escucho algo, otra cosa. Un sonido filoso y áspero. Las paredes parecen estar en el mismo lugar y sé que se ríen en secreto de mí. En el piso, asomado por debajo de la puerta veo el vértice de un papel. Es un sobre, un sobre con mi nombre. Detrás de la puerta no hay nada y la tenue luz sigue tan inconstante como hace un rato. Vuelvo a sentarme con el sobre en la mano. Corro la máquina y la dejo en un espacio que siempre está vacío. Es solo un sobre, pero tiene mi nombre y es de madrugada.<br /><br /><em>Una vez te vi hablando con alguien. Fue la única vez que te vi mover los labios. Bajé las escaleras y crucé la calle. Esperé que entraras. Alguien me insultó desde un auto porque crucé sin mirar. Disculpe, ¿sabe usted cómo se llama la persona con la que acaba de hablar?. No pregunté más nada. Solo quise quedarme con tu nombre. Onetti, fotos. Leí un cuento hace algún tiempo. Todos los días te veo. Sé que tirás el cigarro por la mitad y que lo pisás con el talón en un gesto delicado. Sé que tenés cara de tristeza, pero no sé si sos un hombre triste. También sé tu nombre. Quisiera hablarte pero algo me lo impide. Esto es una manifestación de existencia.<br /></em><br />Dejé la carta al lado del sobre. La última frase estaba escrita con lapicera de otro color y trazo apurado. <em>La luz del pasillo me dio miedo, hace mucho que no lo sentía.<br /></em>Me pregunto cómo no escuché pasos. La leí otra vez. <em>Esto es una manifestación de existencia</em>. Sí que lo es. Ahora sé que alguien existe y mi soledad dejó de ser un sitio confortable.<br />Seguí la misma rutina en los días siguientes. Antes de entrar empecé a tirar el cigarro siendo consciente de mi gesto, antes imperceptible. Detrás de un vidrio clandestino, alguien aguardaba mi entrada agazapado, y la cuidad es grande y yo estoy solo.<br /><br />Trac trac trac trac trac. Abrí la puerta. En el pasillo ya no hay luz pero sé que hay alguien. Dijo mi nombre. Ya no pude seguir escribiendo.</div>Clementinahttp://www.blogger.com/profile/04562397628767041289noreply@blogger.comtag:blogger.com,1999:blog-19541659.post-46180357867334085482007-04-25T08:58:00.000-03:002007-04-25T09:18:07.322-03:00Adictivo<div align="justify">Apenas entramos conspiro contra la cordialidad del resto de los presentes. En mis bolsillos hay algunas monedas, yo sólo quiero encontrar los restos de un cinismo que nunca tuve. De mi estado de ánimo cuelgan, como telarañas en perfecta red, mis excusas más caras y más bajas. Él me mira, me lacera la piel con ojos que conozco desde siempre. No sé por qué me quedo. Tal vez me siento asustada, estoy debajo de mí. Afuera está lloviendo y adentro un poco más. Personas empiezan a rodearme y de forma automática me ofrecen copas que rechazo. Desde mi perspectiva son seres deformados de los que no me llegan más que sonidos inciertos. Comienzo a padecer el efecto de alguna sustancia que todavía no ha ingresado en mi cuerpo. Escucho sus voces como si hubiera metido la cabeza dentro de una enorme pecera y los veo a través de una lupa fabricada en el País de las Maravillas. Presumo que me siento mal. Empiezo a buscar aire como un animal busca su presa. Todavía tengo la piel lastimada. Desde el rincón se mece, desde el rincón me mira. Está triste por mí y supongo que loco de él. Afuera está lloviendo, debajo de mi estoy. Me deslizo en la noche hacia el viejo zaguán. Respiro bocanadas de humedad y por un momento me siento satisfecha. Provisionalmente estoy a salvo. Si estiro los brazos la lluvia me roza la piel y alivia el ardor. La gente pasa a mi lado y empiezo a creer que mi alivio es un espejismo nocturno e imposible. No quiero encontrarlo pero sé que sus ojos me alcanzan desde el mismo rincón. Prendo un cigarro y exhalo el humo dejando partículas de mí en el aire. Solo un pensamiento persistente y filoso. Perdimos el invicto, miseria de todo jugador, néctar adictivo de todo espectáculo. Ahora mi propio show me parece un fastidio. Hipnótica bailarina vendiendo lo que tiene a cambio de miradas carentes de valor.<br />La historia es inconclusa: no hay un final feliz, tampoco un final trágico por el que lamentarse. En el zaguán me quedo, está lloviendo mucho. Desde adentro él se mece y se inyecta en la noche a través de mí.</div>Clementinahttp://www.blogger.com/profile/04562397628767041289noreply@blogger.comtag:blogger.com,1999:blog-19541659.post-14447884206082945202007-04-16T08:55:00.000-03:002007-04-16T08:58:15.998-03:00Días Extraños<div align="justify">Lunes a la tarde. Tarde de navidad. Miro a Lunes y mientras lo hago comienzo a sentir un fuerte dolor en el estómago. Estoy empezando a sentirme realmente mal. Lunes. Hijo deforme de dos criaturas anómalas. Sábado y Domingo se conocieron en un cabaret. Uno era prostituta de escaparates sucios, el otro, tan sólo un borracho sin promesas que ofertaba sus minutos a cambio de besos con sabor. Sábado y Domingo se prometieron amor un poco después. Se largaron de allí corriendo, como intentando escapar de un hervidero de días cristianos. Noche de bodas, ritual. Falta poco para el desprestigiado nacimiento. Sábado es cansancio y vértigo. Piel transpirada previa llegada de cazadores nocturnos. La madrugada es eso, madrugada. Domingo envidia y maldice, pero sigue seduciendo con su viejo y viciado repertorio. Sábado se entrega, entero, desmembrando sus horas, bigeminándose en. Y ahí estoy yo. Meciendo la cuna del lunes a la tarde. Observando su deformidad y sus manitas que se estiran como queriendo alcanzar mi cuello. No se duerme Lunes y yo corro hacia el baño para no vomitar encima de su cuna. </div>Clementinahttp://www.blogger.com/profile/04562397628767041289noreply@blogger.comtag:blogger.com,1999:blog-19541659.post-76975766239559002282007-04-03T09:20:00.000-03:002007-04-03T13:07:35.874-03:00Ya no me mires, Lou.<div align="justify">El techo no me devuelve nada, ni siquiera el murmullo ritual de los insectos. Estoy a oscuras. Ahora ya no. Todo está en el mismo lugar. Nada cambió en el cuarto. Yo también estoy en el mismo lugar. Vaso de agua con partículas. Un libro y un cuaderno sobre una moquette que odio en ocasiones. Nuevamente una hoja en blanco y mis ganas de joder al pensamiento en madrugada. Lou Reed me mira fijo desde una tapa tan gris como esta noche. Sé que no puedo escapar de ese par de ojos.<br />Miro hacia dentro de una televisión en blanco y negro y veo saltar un ser diminuto que me saluda con cortesía y desesperación. Se parece a mí. Tenemos exactamente el mismo arco en la cejas, ese quiebre que divide una expresión enojada de otra que no. O ella es una construcción a escala o yo soy una gigantografía en el lugar equivocado. No sé cual es la réplica. No sé quien fue primero. ¿Hace cuánto que estás ahí? - le pregunto. -El día que vos me metiste-, me responde. Busco el control remoto y no lo encuentro. Encerrada en el tiempo he perdido el valor. El botón de encendido no funciona y el silencio dejó de ser hermético. Pongo una tela encima de la tele. Ahora es tan sólo una silueta delineada con trazo apenas perceptible. Convertida en una sombra china ella ya no me alcanza. La tela, un retazo de algo que no es suficiente porque deja filtrar su vocecita. El pensamiento es dócil a la invasión de la ira. El corazón es tirano al relinchar sobre la poca calma que me queda. Un susurro finito sobrevive. <em>I’ll be your mirror</em>. Lou Reed sigue mirándome y yo tengo los ojos tan abiertos como él.<br /></div>Clementinahttp://www.blogger.com/profile/04562397628767041289noreply@blogger.com