Escrito en la ventanilla

V:-“¿No es curioso cómo la vida deviene en melodrama? Lo es todo, la perfecta entrada, la gran ilusión, lo es todo, y voy a armar un buen espectáculo. Verás, han olvidado el drama, abandonaron sus textos, cuando el mundo se marchitó bajo las candilejas nucleares. Voy a recordárselo. El melodrama. Los folletines y los seriales. Verás, el mundo entero es un escenario y todo lo demás... es vodevil”

13 octubre 2007

Desencuentro

El empedrado de la calle se despliega como un ejército de caramelos sin envoltorio. Adentro el piso de madera lustrado a espejo es lo más generoso de la noche. Reparte sin escatimar las pisadas de tacos imitación charol. “Sos joven pibe, pa que te guste el tango”, me dice una persona apenas me acomodo en la barra. Lo miro. Es un veterano que parece estar ahí desde siempre, observando la pista y la diversión ajena con el desdén obligado de un faro.
Allá en los corredores de mis nueve años estaba el tocadiscos del abuelo. Yo corría remontando cometas en miniatura y pasaba una y otra vez por delante de aquel artefacto. Y el abuelo, desde su sillón, levantaba la vista y me advertía que eso no era un juguete, cosa que supe más tarde, el día en que me pinché un dedo con la púa y no dejó de sangrar hasta la nochecita. Al abuelo le gustaban Gardel y Julio Sosa, a mi no. Demasiado galanes, demasiada sonrisa de perfil. A mi me gustaban las voces más ajadas. Necesitaba creer en la idea del perdedor y de la senda, antes que en la del malevo. Estás desorientado y no sabés que trole hay que tomar para seguir. Ese es un tango triste y sincero, aunque recién ahora me doy cuenta que está escrito en tercera persona. El tango es orgulloso pero dice. De pronto advierto que el hombre de la barra me sigue hablando. Ahora me ofrece una copita de algo que no identifico y mientras, me arenga para que saque a bailar a la “petisa”, medias de red con cliché de flor triste alrededor del cuello. Y yo la miro a la petisa, pero mis limitaciones de bailarín coartan cualquier posibilidad de abordaje. Entonces apuro la copita en la garganta y pido otra para tomar valor. Y mientras me voy convirtiendo en aprendiz de faro, vuelvo a los corredores y veo de pronto al abuelo tarareando Grisel. Tu ilusión fue de cristal, se rompió cuando partí, porque nunca más volví, que amarga fue tu pena. No te olvides de mi, de tu Grisel, me dijiste al besar el cristo aquel. Cuando el abuelo se murió, la abuela se apoderó del tocadiscos como si se tratase de un objeto cultual. Me acuerdo que en esa época se le dio por fumar. Estímulos simples que aproximan recuerdos. El mismo olor de ahora es el de aquel entonces. Cigarrillos negros. La abuela se acomodaba en el sillón que había sido de su esposo, ponía el disco en el aparato y una vez terminada la canción volvía a colocar la púa sobre el mismo surco. Tus ojos se cerraron y el mundo sigue andando, tu boca que era mía ya no me besa más. Se acabaron los ecos de tu reír sonoro y es cruel este silencio que me hace tanto mal. Me acuerdo de las lágrimas de la abuela cuando escuchaba esa canción, y me acuerdo de mí mismo pensado en que había un tango para cada momento. Entonces tengo que pedir otra copa, porque el valor acaba de ser la infortunada apuesta de mi fracaso. Como perros de presa la pena traicionera. Y mientras sigo en la barra empiezo a silbar esa canción. El sin sentido del homenaje póstumo. “Sos de los tristes…”, me dice el veterano, pero yo que ya estoy demasiado borracho para levantarme a la petisa en arte de seducción impostada solo lo miro y apoyo el vaso contra la madera con convicción de última vuelta. Luego me voy. Adoquines, caramelos y ejércitos. Vuelvo a casa silbando, tratando de imaginar si aquella púa insistente hará sangrar mis manos otra vez.

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