Escrito en la ventanilla

V:-“¿No es curioso cómo la vida deviene en melodrama? Lo es todo, la perfecta entrada, la gran ilusión, lo es todo, y voy a armar un buen espectáculo. Verás, han olvidado el drama, abandonaron sus textos, cuando el mundo se marchitó bajo las candilejas nucleares. Voy a recordárselo. El melodrama. Los folletines y los seriales. Verás, el mundo entero es un escenario y todo lo demás... es vodevil”

03 diciembre 2007

Le hizo crack

A fines de los cincuenta José Francisco Sanfilippo jugaba en San Lorenzo de Argentina. Pronto se convirtió en la atracción del equipo y su táctica no tardó en ser reconocida internacionalmente. De San Lorenzo pasó a Boca, donde llegó a jugar al menos dos temporadas manteniendo el mismo rendimiento que lo había consagrado. Sanfilippo o “el nene” (así lo apodaban) era una estrella, acaso tan brillante como lo permitían los reflectores de la cancha. Pero un buen día se fue del club por desavenencias con el entrenador de aquel entonces. La noticia pronto llegó a Montevideo y el Club Nacional de Fútbol fue implacable al hacerle la propuesta al gran jugador argentino. Sanfilippo empezó a entrenar a los pocos días en el Parque Central, lugar donde en aquella época Nacional realizaba sus prácticas. Entrenaba todos los días y sorprendía ver cómo no se descansaba en la comodidad que le proporcionaba una reputación repleta de victorias. Todos los hinchas, aunque ni siquiera fueran de Nacional, sabían que “el nene” Sanfilippo tenía el don de convertir goles “de todos los colores”.

Era el año 64. Nacional se perfilaba como ganador frente a Colo Colo de Chile para poder llegar a la final de La Copa Libertadores de América de ese año y, de lograrla, sería la primera en su historia. Por supuesto Sanfilippo se convirtió en el boleto de empeño, en el depositario de todas las promesas a cambio de la consagración del equipo en el campeonato. Mi padre por ese entonces era un adolescente que se escapaba del liceo para asistir y ver, aunque sea un poquito más de cerca, al jugador que se había llevado toda su admiración. En las frías tardes del Parque Central, el nene Sanfilippo no tardó en registrar la presencia de aquel pibe al costado de la cancha.

Ocurrió en un partido amistoso contra el Vasco da Gama de Río de Janeiro que se llevó a cabo en el estadio Centenario de Montevideo. Mi padre estaba en la tribuna Colombes cuando escuchó, faltando diez minutos para el final del partido, el ruido que se llevaría su alegría y la esperanza de toda la hinchada. Los jugadores de ambos cuadros rodearon nerviosos al jugador tirado en el pasto. Mario Méndez, compañero de equipo, fue el primero en llegar al lugar. Dicen quienes allí estaban, que la imagen de Méndez tomándose la cabeza con ambas manos mientras miraba la pierna de Sanfilippo fue desoladora. La radio transistor había llegado a Montevideo en el año 61, es decir que en el 64 era un lujo de unos pocos el tener una. Mi padre se aproximó, con toda su timidez y su nerviosismo a un hombre que escuchaba a los comentaristas desde una flamante Spica. Cuando mi padre le preguntó si sabía qué había pasado, el hombre se limitó a reproducir una sola frase: “Sanfilippo está quebrado, no juega más”. Las tribunas comenzaron a desdibujarse como relojes de un cuadro surrealista. Mi padre se quedó ahí, inmóvil, escondiendo su cara entre los brazos. Fue tanta la tristeza que probablemente se olvidó del tiempo, de la noche que empezaba a cubrir el estadio como una sábana vieja sobre un mueble sin dueño, y de la ilusión, siempre de cristal. Cuando se incorporó miró alrededor. No quedaba nadie y el silencio en la inmensidad del estadio vacío era una pelota sin perseguidores que vagaba de arco a arco. Vio de pronto a dos personas en la tribuna opuesta. Fueron ellas quienes abrieron la puerta del estadio para que el pibe pudiera salir. Empezó a correr por la avenida Centenario, llevando en la espalda no sólo la tristeza de esa tarde, sino un posible miedo. Llegar a su casa implicaría encontrarse con su padre, hombre de pocas palabras y de acciones severas. Y mientras corría por la avenida rumbo a la calle Urquiza, venía a su mente, tan insistente como las lágrimas de hacía un rato, aquel recuerdo de sus nueve años.

Mi padre nació en una familia peñarolense. Pero desde chico fue hincha de Nacional. Su padre, o sea mi abuelo, nunca aceptó la opción de su hijo menor y recurrió a los mecanismos más variados para tratar de que se cambiara de cuadro. Aquella tarde de sus nueve años mi padre estaba sentado en la vereda. Era el único niño de la cuadra que no tenía bicicleta así que se conformaba con pegar alguna vueltita cuando el aburrimiento de los otros niños ganaba por goleada. Mi abuelo fue tajante: “si en el próximo partido gritás ‘Peñarol pa todo el mundo’ te compro la bici.” Y mientras iba rumbeando para el estadio con su padre, se debatía internamente por lo que probablemente era una de sus primeras encrucijadas. Peñarol hizo el primer gol. Mi abuelo le puso la mano en el hombro, inquisidor y amenazante. No hubo bici, ni deseo de tenerla, que pudiera arrancarle a mi padre aquel grito. Y no gritó, no. Pero tampoco habló porque evidentemente la extorsión había superado sus nervios de niño.

Y ahora, cuando ya pegaba la vuelta en la calle Urquiza, sabía que detrás de la puerta estaría mi abuelo, esperándolo desde hacía horas. Actualmente mi padre dice acordarse del dolor que le causó la patada apenas atravesó la puerta. Y esa noche se acostó para recuperarse de ese día. Cuando despertó, su madre hablaba con alguien en el frente de la modesta casa. Se asomó y vio a dos personas vestidas completamente de blanco. “Sí, vive acá” respondió la señora cuando preguntaron por el hijo. Los enfermeros estaban ahí porque Sanfilippo así lo había dispuesto. Cuenta la historia que cuando el jugador volvió en sí en la cama del hospital y vio su fractura expuesta enyesada lo primero que preguntó con toda su porteñez dolorida fue: “¿qué pasa que el pibe no vino a verme?”
Mi abuelo no cedió de inmediato al deseo de Sanfilippo. Pasaron algunas horas antes de que se ofreciera a acompañar a mi padre al hospital. El abuelo, por supuesto, se quedó afuera. Ese año Nacional no salió campeón.

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