Escrito en la ventanilla

V:-“¿No es curioso cómo la vida deviene en melodrama? Lo es todo, la perfecta entrada, la gran ilusión, lo es todo, y voy a armar un buen espectáculo. Verás, han olvidado el drama, abandonaron sus textos, cuando el mundo se marchitó bajo las candilejas nucleares. Voy a recordárselo. El melodrama. Los folletines y los seriales. Verás, el mundo entero es un escenario y todo lo demás... es vodevil”

30 enero 2006

¡Un monstruo marino se comió mi helado!

El año comenzó tranquilo, sin precipitaciones metafóricas pero con muchas de las otras, de esas que son los trompos preferidos del enojo cósmico.
Me fui para el este las dos primeras semanas de enero. Un poco más acá de la punta y un poco más allá de Atlántida lo que indicaba una superación increíble de kilometrajes anteriores.
“¡Tu vida es una vacación!” me comentó irónicamente un amigo el día que le dije “me voy quince días”. O sea, tomé vacaciones para descansar de mi propio ocio, ocio que se traduce en culpabilidad ante la inminente búsqueda de un trabajo que no me viene a golpear las puertas de casa.

Una vez instalada en el balneario empecé a repasar posible objetos olvidados en un lista que confeccioné cuando armé el bolso. El primer relámpago hizo que me diera cuenta de que había olvidado un elemento que sería fundamental en el posterior transcurso de mis vacaciones: un poco de tela de avión y unos alambres son las partes de un todo imprescindible, sobre todo cuando llueve nueve o diez días de los quince que dura tu estadía. Bueno, está bien, llueve constantemente, no tengo cartas, tampoco playa, pero tengo una pequeña tele Philips blanco y negro que debería tener conexión para la Atari.

Todo transcurría tranquilo, unas vacaciones un tanto humedecidas lo que provocó que costara más prender la parrilla o cosas del estilo, pero bueno, no quedaba otra que adaptarse a las nuevas reglas de Enero, el tirano.

Sin embargo el 9 de enero fue un día espléndido. Con decir que pude pisar la arena y ver el sol de mañana y de tarde, no puedo agregar más nada. Esa noche mi acompañante y yo fuimos al supermercado y compramos una cerveza. Camino a la rambla mi acompañante me solicitó que la abriera, le dije que esperara a que nos sentáramos y listo. Encontramos una escalinata escondida que bajaba sinuosamente hacia la playa. Allí nos sentamos, allí justo en ese lugar un minuto más tarde la chapita de la cerveza me saltaría directo al ojo provocándome una úlcera en la córnea, diagnóstico que tendría 24 horas después de una noche de intenso sufrimiento. Noche, cabe aclarar, en la que mi acompañante cumplía años.

En un constante “auch!” digno de personajes de Groening paso la noche intentando pegar un ojo, viendo en la tele al Toto Da Silveira promocionando las virtudes de la clínica que le permitió ver sin lentes. El mundo no podría ser peor.
Tenía la vista borrosa, si me tapaba el ojo sano no podía distinguir nítidamente cualquier cosa que estuviera a más de un metro de distancia. Apagué la tele e intenté dormir. Llevaba una hora de sueño cuando una puntada bajo el párpado me despertó sobresaltada y llorando (lo cual empeoraba mi situación). Aguardé a que fuera una hora prudente para ir a la policlínica de salud pública más cercana (30 cuadras más o menos). Esa mañana llovía, estaba gris. Mejor, mi ojo no hubiera soportado un corrosivo rayo de sol. A propósito del ojo, a esas alturas estaba hinchado, chiquito, lloroso y con un intenso dolor que me perforaba la retina. Luego de preguntar a varios lugareños llegué, por fin, al centro asistencial público. Mejor que no te venga un ataque de apendicitis en La Floresta, mientras los funcionarios revisan la lista y deliberan cuánto tienen que cobrarte, probablemente mueras de una peritonitis aguda. O sea, daba lo mismo mi ojo (que a estas alturas seguro ya generaba lástima) que un abrojo clavado en el talón. “La consulta te sale 410 pesos” me dijo una enfermera de la que ya empezaba a sospechar. Estaba tan aturdida por el dolor que acepté la propuesta mientras pensaba “cualquier cosa mientras me curen este dolor insoportable”. Cuando de pronto consideré que por menos de esa plata me volvía a Montevideo, me atendía en mi asistencia médica y seguro me veía un oculista. Eso fue lo que hicimos mi acompañante y yo.

En la sala de espera sentía todas las miradas sobre mi jodido ojo. En un gesto de solidaridad inusitada un señora propuso que yo debía pasar antes que todos los demás porque lo mío era urgente. El pibe que estaba por pasar no tuvo otro remedio que cederme su lugar. Las estampitas con su cara vienen camino de la imprenta. “Tenés una úlcera en la córnea” me dijo la doctora sin ningún tipo de prurito. Para quien nunca tuvo un problema en la vista el juicio me asustó un poco.
Salí del consultorio con una venda que me tapaba la mitad de la cara. Y ahí, despacito por el corredor no podía soportar todos esos ojos puestos en mí. En la puerta del sanatorio un par de niños que vieron mi estado se escondieron asustados detrás de las piernas de sus padres. Me daba rabia e impotencia y maldije mi mala suerte por haber quebrantado mis vacaciones de esa forma. Debía quedarme una noche en Montevideo para volver a que me revisaran al día siguiente. Así fue, otra vez mi cara vendada recorriendo ese corredor. Salí del consultorio con el ojo “como nuevo” aunque reconozco que me sentí una bailarina en la oscuridad cuando en el test visual confundí un 7 con un 4, número que tiré al azar después de haberme equivocado. Era un cuatro efectivamente.

Volví el 10 a las dos de la tarde. En el ómnibus parpadeaba y era conciente de que lo hacía. Fue una sensación rara.
El ojo me dolió un poco cuando empecé a leer “Trópico de cáncer”. Los efectos secundarios son culpa de Bruguera.

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