Escrito en la ventanilla

V:-“¿No es curioso cómo la vida deviene en melodrama? Lo es todo, la perfecta entrada, la gran ilusión, lo es todo, y voy a armar un buen espectáculo. Verás, han olvidado el drama, abandonaron sus textos, cuando el mundo se marchitó bajo las candilejas nucleares. Voy a recordárselo. El melodrama. Los folletines y los seriales. Verás, el mundo entero es un escenario y todo lo demás... es vodevil”

07 enero 2007

Perimetrado

Este es un lugar demasiado pequeño. La capital queda lejos, tanto como cualquier lugar olvidado entre las miguitas del mundo. Acá la distancia es un símbolo del estado de ánimo, un lugar común de conversaciones que ya no saben qué decir sin recurrir a un referente próximo. Esto es un pueblo como cualquiera, aunque solo lo supongo ya que nunca atravesé el óxido que separa a mi perímetro del resto. Acá todo llega tarde o imagino que lo hace ya que el tiempo es un factor desestimado en esta inmovilidad fotográfica. Acá las agujas del sol se clavan estáticas en la aridez del terreno. Las inquietudes son pocas porque “el futuro perdió la guerra cuando dejamos de creer en él”. Yo deambulo por calles que me conocen de memoria y gasto zapatos contra pedregullos que veo brillar al mediodía. Todos acá saben mi nombre, es triste no poder perderse en ningún lado. Si no estoy porque quise escaparme alguien enseguida notará mi ausencia. Ahí pasa el hombre que hace mandados. Es como un Mesías que une el mundo que está más allá del puente y el resto de nosotros. Entre sus profecías se pueden escuchar que mañana subirá el precio de la leche y que al pan le cambiaron el tipo de harina por eso se endurece más pronto. Las revelaciones son pocas. Acá la gente habla. Hablan unos de otros en forma reiterada e infinita. Cuando el universo no para de escarbarse el ombligo, el apéndice del mundo comienza a punzar. Yo sigo mi camino. Atrás quedó el hombre que hace mandados con su bicicleta y su carrito lleno de mercancía.

Nací con la desgracia de tener problemas en la vista. Cada vez que llego a la biblioteca la tierra acumulada en los cristales de mis lentes casi logra convencerme de una inminente ceguera. En la biblioteca no hay nadie, como es de esperar. Pienso en Silvio Astier, el juguete rabioso. Acá robarse un libro no es ninguna hazaña porque a nadie le importan y están ahí al alcance de todos. La biblioteca consta de cuatro estanterías. Uno va, elige temática, agarra el libro y luego se sienta lo más cerca que pueda del ventilador. El ventilador está arriba de una mesa, es metálico y antiguo. Su vaivén escupe brisas con olor a viejo. Me salteo la estantería de “asuntos científicos”, “astrología, esoterismo y otros” y llego a la tercera, la que dice “li eratura”. Por algún motivo no figura la t y al parecer nadie nunca tuvo la intención de incluirla. A mí me salva la literatura, pero mi existencia carece del vértigo del que gozó Madame Bovary. Este es el único lugar donde tengo que compartir el aire con una única persona. Su función no es ordenar estantes ni actualizar ficheros, es controlar que el ventilador no se detenga, porque lo cierto es que a veces se revela y se queda estático apuntando hacia un solo lado. Cuando entro limpiando los lentes con el borde de mi buzo, esta persona, como todos los días, me mira con desdén y vuelve a bajar la cabeza. Son crucigramas, creo que por algún motivo le gustan mucho. Lo que me gusta de ella es que jamás pregunta, ni siquiera como estoy. Eso ya me resultaría agresivo. Elijo mi libro y me siento. El pueblo quedó más allá de la puerta lo que provoca una mejoría en mi estado de ánimo. Adentro la luz es poca, es pleno día y apenas si me llega un tenue reflejo desde la esmerilada banderola. A mis ojos los tengo adiestrados para tal ocasión. Acá tienen prohibido traicionarme.

Ya casi no me llega luz. Me paro y dejo el libro justo donde lo encontré. Cuando me voy el ventilador sigue mi andar como si me observara por la mirilla de un submarino. Su brisa hace que se vuelen unos papeles que recojo del piso. La otra persona me agradece. Acaba de romper nuestro pacto de silencio en pro de la cordialidad. Ojalá que la próxima vez que me vea no me dispare “buenos días”. En ese caso tendré que empezar a robarme libros para leerlos en otro lado. Ya estoy afuera. Empiezo a caminar y veo venir al hombre que hace mandados que regresa con su carro vacío. Al pasar levanta tierra que no tarda en pegarse a mis lentes. “Che, pibe, tomá, me quedó un alfajor”. Mientras el envoltorio cruje entre mis dedos pienso que mañana será otro día como hoy y eso no me genera nada, lo cual termina por asustarme un poco. Hay pedregullo bajo mis zapatos, pero ahora no está brillando.

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