Perimetrado
Nací con la desgracia de tener problemas en la vista. Cada vez que llego a la biblioteca la tierra acumulada en los cristales de mis lentes casi logra convencerme de una inminente ceguera. En la biblioteca no hay nadie, como es de esperar. Pienso en Silvio Astier, el juguete rabioso. Acá robarse un libro no es ninguna hazaña porque a nadie le importan y están ahí al alcance de todos. La biblioteca consta de cuatro estanterías. Uno va, elige temática, agarra el libro y luego se sienta lo más cerca que pueda del ventilador. El ventilador está arriba de una mesa, es metálico y antiguo. Su vaivén escupe brisas con olor a viejo. Me salteo la estantería de “asuntos científicos”, “astrología, esoterismo y otros” y llego a la tercera, la que dice “li eratura”. Por algún motivo no figura la t y al parecer nadie nunca tuvo la intención de incluirla. A mí me salva la literatura, pero mi existencia carece del vértigo del que gozó Madame Bovary. Este es el único lugar donde tengo que compartir el aire con una única persona. Su función no es ordenar estantes ni actualizar ficheros, es controlar que el ventilador no se detenga, porque lo cierto es que a veces se revela y se queda estático apuntando hacia un solo lado. Cuando entro limpiando los lentes con el borde de mi buzo, esta persona, como todos los días, me mira con desdén y vuelve a bajar la cabeza. Son crucigramas, creo que por algún motivo le gustan mucho. Lo que me gusta de ella es que jamás pregunta, ni siquiera como estoy. Eso ya me resultaría agresivo. Elijo mi libro y me siento. El pueblo quedó más allá de la puerta lo que provoca una mejoría en mi estado de ánimo. Adentro la luz es poca, es pleno día y apenas si me llega un tenue reflejo desde la esmerilada banderola. A mis ojos los tengo adiestrados para tal ocasión. Acá tienen prohibido traicionarme.
Ya casi no me llega luz. Me paro y dejo el libro justo donde lo encontré. Cuando me voy el ventilador sigue mi andar como si me observara por la mirilla de un submarino. Su brisa hace que se vuelen unos papeles que recojo del piso. La otra persona me agradece. Acaba de romper nuestro pacto de silencio en pro de la cordialidad. Ojalá que la próxima vez que me vea no me dispare “buenos días”. En ese caso tendré que empezar a robarme libros para leerlos en otro lado. Ya estoy afuera. Empiezo a caminar y veo venir al hombre que hace mandados que regresa con su carro vacío. Al pasar levanta tierra que no tarda en pegarse a mis lentes. “Che, pibe, tomá, me quedó un alfajor”. Mientras el envoltorio cruje entre mis dedos pienso que mañana será otro día como hoy y eso no me genera nada, lo cual termina por asustarme un poco. Hay pedregullo bajo mis zapatos, pero ahora no está brillando.