Ya no me mires, Lou.
Miro hacia dentro de una televisión en blanco y negro y veo saltar un ser diminuto que me saluda con cortesía y desesperación. Se parece a mí. Tenemos exactamente el mismo arco en la cejas, ese quiebre que divide una expresión enojada de otra que no. O ella es una construcción a escala o yo soy una gigantografía en el lugar equivocado. No sé cual es la réplica. No sé quien fue primero. ¿Hace cuánto que estás ahí? - le pregunto. -El día que vos me metiste-, me responde. Busco el control remoto y no lo encuentro. Encerrada en el tiempo he perdido el valor. El botón de encendido no funciona y el silencio dejó de ser hermético. Pongo una tela encima de la tele. Ahora es tan sólo una silueta delineada con trazo apenas perceptible. Convertida en una sombra china ella ya no me alcanza. La tela, un retazo de algo que no es suficiente porque deja filtrar su vocecita. El pensamiento es dócil a la invasión de la ira. El corazón es tirano al relinchar sobre la poca calma que me queda. Un susurro finito sobrevive. I’ll be your mirror. Lou Reed sigue mirándome y yo tengo los ojos tan abiertos como él.