Escrito en la ventanilla

V:-“¿No es curioso cómo la vida deviene en melodrama? Lo es todo, la perfecta entrada, la gran ilusión, lo es todo, y voy a armar un buen espectáculo. Verás, han olvidado el drama, abandonaron sus textos, cuando el mundo se marchitó bajo las candilejas nucleares. Voy a recordárselo. El melodrama. Los folletines y los seriales. Verás, el mundo entero es un escenario y todo lo demás... es vodevil”

19 noviembre 2006

Maravillosas ocupaciones



De niños jugamos todo tipo de juegos y la fantasía de creernos algo que no somos es un lugar recurrente. Entre todas las clases de juegos que puedan existir (con variantes epocales incluidas: ya sea un balero o el play station) todos alguna vez jugamos a ser grandes y trabajar, no importa de qué, importa el hecho que ya desde pequeños existe algún tipo de mandato externo e invisible que nos susurra al oído: “No te creas Punky Bruster nena, no hay nada detrás del arco iris, mejor jugá a las madres y andá aprendiendo el oficio”.

Cuando era chica jugaba con dos amigas y simulábamos todo tipo de profesiones. Siempre tuve una personalidad un tanto inquieta y la verdad que jugar a las secretarias me aburría sobre manera. El cuarto donde se desarrollaban nuestras fantasías del mundo adulto era algo especial. En principio era un cuarto de “nena” pero ni bien entrabas te dabas de frente con una inexplicable máquina de hacer pórtland. Siempre quise encontrarle una función en nuestra improvisada oficina pero evidentemente la imaginación no me dio para mucho y la existencia de un hombre bala no era una posibilidad. Cuando repartíamos los roles nunca me tocaba ser la jefa ni la secretaria, es más, a mí no me gustaba ese lugar porque me obligaba a quedarme sentada, entonces yo misma elegía ser una suerte de mandadera. Obviamente le tenía que poner a mi oficio un poco de vértigo por lo que pronto me agencié un carrito de tele (de aquellos de metal con rejillita abajo) que oficiaba de skate propulsor entre los escritorios. Seguramente siempre fui la que menos se aburría. Ahora sí, en venganza a menudo me tocaba la parte más varonil del cuarto: en mi rincón tenía que convivir con un póster de Bruce Lee que me miraba inquisidor con los brazos extendidos y al acecho. No importó, con el tiempo me familiaricé con la imagen y hasta llegué a sentir que me garantizaba una especie de protección. Como sea. Cuando somos niños jugamos a ser grandes. Ya cuando somos adolescentes el trabajo comienza a percibirse como un enemigo potencial que no abrirá fuego mientras todo marche bien. Pero un día cumplís 18, se aparece tu viejo y te dice: “te conseguí un laburo, empezás mañana”.

Así que esa noche no pude dormir. Entre todas las profesiones que me había inventado de pequeña nunca habían figurado la de vendedora y menos de mármol y granito. Esa noche fue larga. Mi vida para ese entonces no era muy prometedora: mi única actividad era ir al liceo dos veces por semana a cursar la materia menos motivante de mi vida: matemática de quinto y encima reglamentada. Tenía demasiado tiempo libre (que a mí no me molestaba para nada) y mi padre no tardó en buscarle una solución al problema.

Con 18 añitos recién cumplidos me dieron las llaves del local y me dijeron un rotundo “te vas a encargar de todo”. Ah, el sueldo era mísero, pero cobraba todos los sábados, lo cual no estaba tan mal para solventar mis gastos de ocasión. Me quedé sola en el local. “¿Qué hago?” pensé. Atrás había una especie de trastienda que de inmediato imaginé como futura sala de reunión de amistades. Creo que nunca tomé demasiada conciencia de los productos que llegué a vender. Los artículos iban desde mesadas para cocina, pasando por urnas y plaquetas mortuorias. Sí, ciertamente no era un trabajo convencional. Era mi primer trabajo y mi permanencia en él pintaba bastante deprimente. Sin embargo pronto aprendí todo lo que tenía que saber sobre el mármol y el granito. No era un comercio que se moviera demasiado, en un día de trabajo a lo sumo entraban cuatro o cinco personas. Eso lo consideré una ventaja y pronto mis amigos comenzaron a considerarlo del mismo modo. El local se transformó en una especie de casa club. En la trastienda se llegó a tomar cerveza hasta donde llegó mi percepción. Siempre había algún amigo de ocasión que pasaba y se instalaba. O sea, todo iba mejor: me estaban pagando por hacer sociales. De más está decir que en tantas horas leí todos los libros que no había leído en mi vida. Así que entre urnas y mesadas desfilaron Nietzsche, Baudelaire y Rimbaud entre tantos otros. Pero bueno, como en toda historia todo no puede marchar tan bien, el elemento dificultoso tenía que ver con los productos que vendía. Un día entró una mujer que se largó a llorar intempestivamente (por dentro yo pensaba, “¿Dónde están mis amigos?”, mientras trataba de justificar el fin de mi adolescencia) contándome que habían matado a su hijo para robarle la campera. Mi función en ese momento fue tratar de contenerla y al mismo tiempo ofrecerle el servicio que había ido a buscar. Entonces mientras mis piernas querían salir corriendo y llevarme de ese lugar para siempre, le ofrecí a la desolada mujer todas las variantes de las plaquetas que requería. Yo tenía que anotar la leyenda en un papel y mandarla por fax a la fábrica. No me acuerdo cuáles fueron las palabras que me dictó, pero ese día llegué a mi casa llorando y con la certeza de no querer volver.

Pero tuve que volver. Esto no era un juego en donde das vuelta el tablero cuando te aburriste de perder. Era real, era un jodido trabajo.
Pronto el lugar dejó de causarme el efecto escalofriante que experimentaban todas las personas que llegaban. Por mi salud mental había optado por liberarlo de la significación que en verdad tenía. Me había llevado una tele para sobrellevar las largas e interminable horas y, no teniendo otro lugar donde enchufarla, la coloqué arriba de una urna (que por supuesto no era de sufragio). No sé si era peor ese cambalache que los programas de la tarde de la Tv. abierta. En fin, llegué a ver más seguido al bizarro Guido Süller que a mi propia madre. En este tipo de trabajo, el “trabajo” consiste en no sucumbir a la deprimencia del entorno y buscar el entretenimiento por todos los medios.

Un día llegaron a entrar nueve personas distintas ofreciendo o vendiendo algo. Pero sin dudas fue uno de esos personajes el que se ganó un lugar privilegiado en mi memoria. Lo vi venir desde lejos. Ese día llovía y a las cuatro de la tarde el cielo ya ofrecía cierta oscuridad tormentosa. El sujeto vestía un sobretodo largo y cargaba con un maletín en una mano y una enorme bolsa negra en la otra. Su misión: convencerme en menos de diez minutos de que le permitiera dejar la bolsa en cuestión en el local mientras él se iba a vender puerta a puerta sus productos. “¿Qué vendés?” le pregunté y me contestó: “Si te digo te vas a reír”. Dentro de mi hastío el tipo me calló simpático y accedí a su pedido. Sí, la inocencia es arena fina en el reloj de la madurez. Le advertí que cerraba a las siete y me dijo que no me preocupara que antes de esa hora retiraba sus pertenencias. Se fue. Empezó a pasar el tiempo. La bolsa me interpelaba desde su rincón. De pronto empecé a especular. “¿Y si es droga? ¿y si es algo robado y el hijo de puta me cagó?” Entonces me acerqué y con precaución y cautela estiré el brazo y la abrí. Un ojo me miraba fijo. Era un ojo azul, redondo como la perfección. Abrí un poco más la bolsa y una orejita armilla asomó. Era de peluche. Eran osos de peluche!!!! El hijo de puta vendía juguetes!!! A no ser, claro, que los osos contuvieran en su interior alguna sustancia, me consideré tranquila y satisfecha. Faltaban diez para la siete y el sujeto apareció. Estaba empapado. Traía su maletín en la misma mano de antes. “Me trajiste suerte”, me dijo y abriendo el maletín arriba de la mesa (en ese momento temí que sacara un 38) extrajo de su interior otra bolsa, mucho más pequeña, llena de golosinas. “Son para vos” me dijo. Y mientras yo pelaba con esmero un caramelo Cande el sujeto se alejó con su sobretodo y su bolsa sospechosa. Años después lo volvería a encontrar. Ahora su oficio era el de soldado en una empresa de recursos humanos. Me entrevistó pero supe que no me había reconocido. Evidentemente le caí bien porque obtuve el trabajo. Nunca le mencioné a los osos.


|
Weblog Commenting and Trackback by HaloScan.com