Escrito en la ventanilla

V:-“¿No es curioso cómo la vida deviene en melodrama? Lo es todo, la perfecta entrada, la gran ilusión, lo es todo, y voy a armar un buen espectáculo. Verás, han olvidado el drama, abandonaron sus textos, cuando el mundo se marchitó bajo las candilejas nucleares. Voy a recordárselo. El melodrama. Los folletines y los seriales. Verás, el mundo entero es un escenario y todo lo demás... es vodevil”

27 junio 2007

Murmullo

Un día desperté con el pelo enredado en una maraña rosada y esponjosa. Era rico mi pelo. Azucarado. Punto a favor a la hora de conquistas. Crecí en la trastienda de un puestito de algodón de azúcar. Todavía escucho la máquina. Mi madre nunca me develó el secreto, pero sus copos eran los más grandes, y la competencia se había fugado lejos, por lo menos a la siguiente cuadra. Mamá seguía teniendo el privilegio de estar a un pasito de la rueda gigante. Éste es quizás, uno de los pocos juegos que admiten la posibilidad de hundir la cara en el algodón y sentir, a la vez, el vértigo de la cuidad vista desde arriba y desde abajo una y otra vez. Los niños hacían largas colas para obtener aquella mole prometedora y rosada. Nunca faltaban aquellos que apenas si llegaban al mostrador. Movían sus pequeños dedos contra el filo de la mesada, como astutos animales de caza rodeando a una presa indefensa. Estaban también los ansiosos, aquellos que lloraban desconsoladamente viendo su objeto de deseo desparramado en el piso producto de una eventual torpeza infantil. Mi madre ya tenía previstos ese tipo de sucesos en el presupuesto semanal, por lo que tenía preparados copos de emergencia para los tristes niños de ocasión. Por supuesto delicadeza semejante iba por cuenta de ella. No había lugar en casa que no estuviera cubierto por una fina y edulcorada capa blanca. Porque el algodón no queda por entero en el palito, y lo que vuela, esto está dicho, a algún sitio tiene que ir a parar. Manos pegajosas. Así recuerdo mi infancia. Amigos que se desesperaban por meriendas sin lugares comunes. Un día la máquina se rompió. La vi a mi madre tratando de arreglarla con la mitad de su cuerpo adentro. No había solución, la vieja máquina se había cansado de su dulce espiral, tal vez como se cansan el resto de las cosas de este mundo.

Vuelvo a la cuidad. Le digo al chofer del taxi que se detenga frente al parque. Vidrios rotos, los recuerdos se hacen presentes a pedradas. Es como si un montón de niños agazapados en algún lugar descargaran travesuras contra mi. La rueda gigante está erguida como un monumento destartalado que sobrevive sin modestia. Oxidada y sin brillo igual me gusta. No escucho el antiguo murmullo de risas. No hay lluvia de maíz ni emociones acarameladas. Camino algunos pasos. Ahí, a pasitos de la rueda, el puestito de mi madre tiene un cartel que dice “cerrado”. Me acuerdo cuando lo colgó. Muchos niños lloramos aquel día. Volví a subir al taxi y al arrancar una piedra rompió la ventanilla. Azúcar en el pelo. Pensé en eso mientras me alejé.

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05 junio 2007

Postal

Cuando entran jamás me miran. Se quedan tras el mostrador distrayendo ojos incómodos que nunca dicen nada. Parados allí las agujas que cuelgan de la pared pinchan su paciencia y su ansiedad. Ningún reloj marca la misma hora. Atravesar la puerta es como sumergirse en un espacio sin tiempo. Desde mi tranquilidad supongo a la eternidad mientras agarro mis pinzas.

Todos se quejan del sonido, dicen que es ensordecedor. Imagino que lo perciben como aleteos de pájaros que no encuentran hogar. Nadie logra entender cómo no me vuelvo loco. Nunca terminé de comprender por qué motivo la cordura es la certeza de donde se parte. Si yo estuviera loco y ellos lo supieran, ya no vendrían a dejar su tiempo en mis manos, porque los locos, dicen, carecen de precisión. Ellos necesitan estructuras que solo yo puedo darles, pero puedo quitárselas como si fuera un dios que juega su juego sobre un paño tapizado de mecanismos imperceptibles. Agujas, ejes, días y noches que parecen ser mías. Impaciencia y apuro. Noción de fin.

Doce y cinco marca el reloj de madera antigua colgado en el extremo izquierdo. Tres y veinte el de metal que tengo entre mis manos. No sé qué hora debería ser, tan sólo me limito a poner en marcha el mecanismo. En este lugar sin referencias, la realidad es una flor muerta con pétalos aturdidos. Termino con el arreglo. La persona ajusta su tiempo en su muñeca. Quiere pagarme, pero no acepto. El trabajo fue demasiado sencillo. Me agradece y mientras abre la puerta de cristal veo como se aleja, escapando.

Me recuesto nuevamente contra el respaldo y doy pitadas a la misma pipa. El humo me hace salir golpes de sangre en ojos que me dan de comer. Sé que debo dejar de hacerlo. Sé que el humo me extrañaría.
De este lado de la vidriera percibo el mundo como si observara desde el interior de una fotografía. Ellas encierran el tiempo, no lo matan. Y ese encierro es un instante, un fragmento de tiempo sin tiempo. Para quienes pasan todos los días, debo ser una postal protegida por una capa dura y transparente. Y me pregunto si se reirán de mi y si es que alguien se ríe, todavía.

***
Inspirado en el capítulo II de El ruido y la furia de W. Faulkner.

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