Escrito en la ventanilla

V:-“¿No es curioso cómo la vida deviene en melodrama? Lo es todo, la perfecta entrada, la gran ilusión, lo es todo, y voy a armar un buen espectáculo. Verás, han olvidado el drama, abandonaron sus textos, cuando el mundo se marchitó bajo las candilejas nucleares. Voy a recordárselo. El melodrama. Los folletines y los seriales. Verás, el mundo entero es un escenario y todo lo demás... es vodevil”

13 agosto 2007

Disfraz

Dejé el lápiz de labios sobre el cajón de madera que desde siempre ofició de improvisado camarín. La precariedad de todo aquello era un lujo de sofisticación premeditada. Nuestro público era pobre, comían para vivir, sembraban para comer y, de vez en cuando, se permitían atender una cierta necesidad de esparcimiento. Y en medio de eso, en un lugar apartado de las humildes casitas nosotros habíamos armado el escenario que se levantaba sobre el pasto seco como un inmenso girasol de madera. Con el tiempo fui ganándome mi lugar sobre aquellas tablas contaminadas de moho, acostumbrándome de a poco a ser la estrella de un teatro del olvido, maquillándome la piel con colores sin definición. Antes de salir a escena, espiaba con vicios de actriz al público desde atrás del telón de arpillera. Caras cansadas, pieles erosionadas por el aire y ojos desafiantes, impenetrables como espejos. Nunca me amedrenté. Cuando llegaba mi hora yo salía y hacía lo mío como si en ello se fuera lo único que podía empeñar. Al terminar mi acto, recogía los aplausos como la noche recoge sus limosnas brillantes y luego desaparecía tras el telón. Nunca había conocido la superstición como la conocí en aquel teatro ambulante. Colgaban los amuletos en las carpas que lo rodeaban, y no faltaban los actores que antes de salir a escena susurraban para si breves versos ahuyentando cualquier posibilidad de mala suerte. Fue una de esas noches. Un taco me traicionó quedando caprichosamente enganchado entre una abertura del escenario. Tablas gastadas. Mientras intentaba desesperadamente desengancharme sin colgar mi disfraz de pretendida elegancia, escuché desde el público una carcajada y luego otra y otra, hasta que comprendí que la actriz se había transformado de pronto en objeto de burla, exiliada en el suelo, pero sin alas. Cuando levanté la cabeza y los miré, comprendí que hay pocas cosas tan peligrosas como la muchedumbre. Con un poco de esfuerzo logré extraer el taco del corroído tablón, me paré y realicé el mutis por el foro más excepcional de mi vida. Nunca, desde que había decidido irme con el teatro, había abandonado el escenario con tantos ademanes de suficiencia. Pero fue en ese mismo momento, mientras me acercaba a las periferias oscuras de la escena, cuando vi, en medio del público, un par de ojos que me observaban serios y cómplices. Supe esa noche que en las ocasiones siguientes saldría actuar para una única persona. A partir de ahí empezó el nerviosismo de principiante y el vértigo de preferir un solo gesto perdido entre le humo a decenas de aplausos. Ya no pude pensar en otra cosa. Mientras me maquillaba delante de aquel espejo sucio, delineaba mis ojos y retenía los suyos en una imagen perversa y seductora. Sentada sobre un banco enclenque, dejé el lápiz de labios sobre el cajón de madera que desde siempre ofició de improvisado camarín y salí a buscarlo. Me acerqué al grupo de casitas como un lobo atravesando el pasto. Aquel público, ahora disgregado, abandonaba sus tareas para verme pasar como una especie de milagro sin disfraz. Ojos y más ojos clavados en mi nunca con la insistencia de aquel taco pero yo no encontraba los que había ido a buscar. Apenas si guardaba mi mente palabras que me ayudaran a describirlo en busca de pistas. Seguí caminando hasta que el perímetro de casitas se terminó y me encontré nuevamente sobre el pasto seco. Una mano me agarró del brazo bruscamente. Me asusté, pero sin darme vuelta supe que aquel extraño era el dueño de aquellos ojos. No nos dijimos nada y percibí en sus movimientos una mezcla de abandono y seguridad. Me corrió el pelo hacia un lado dejándome un hombro al descubierto. Se acercó despacio y entendí que me estaba oliendo, respirándome la piel en bocanadas que volvían a mí entrecortadas. Quise darme vuelta para mirarlo pero me corrió la cara. Sentí que se alejaba por el pasto. Me quedé ahí, parada e inmóvil. La mejor puesta en escena que jamás imaginé había terminado hacía breves instantes. Me di vuelta y vi un contorno que se perdía cerca de un horizonte inventado, línea de ficción. Volví al teatro y me maquillé apurada para salir y regalarle mi mejor actuación. Esa noche no estuvo, ni la siguiente. Nunca dejé de actuar para aquel par de ojos. Si empiezo a desconfiar de mi suerte, estoy perdida.

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